sábado, 25 de octubre de 2008

El bosque a medianoche



Desde la vereda, el bosque parecía temblar al son del fuerte viento del norte. Las hayas y los olmos se agitaban amenazantes, y a la pálida luz de la luna menguante, poco podía vislumbrarse en el interior de la floresta. Los primeros copos de nieve del año danzaban frenéticos, arrastrados por la ventisca, mientras que entre las hierbas altas del sotobosque asomaban las viejas piedras de una construcción de aspecto sólido, aunque su tiempo de gloria parecía haber pasado siglos atrás. Algunas columnas de roca pálida, más separadas del conjunto arruinado, aún se erguían en el lado oriental del camino, marcando el lugar de la antigua entrada a la villa. En el centro de la formación de las columnas, una vetusta escultura, no demasiado espléndida, pero sí bien conservada a través de las eras, saludaba, o quizá amenazaba, a los viandantes que cruzaran aquel tramo.

El crujido de la madera vieja llegó con el vendaval. El chirrido de las ruedas anunciaba un nuevo peregrino. Apareció tras la maleza un carromato viejo, demasiado vacío como para pertenecer a alguien de buena posición, cargado por un buey de aspecto famélico. Encima, una figura atemorizada y miserable se acurrucaba bajo una manta raída que apenas si detenía el viento que le clavaba el frío en los huesos.

El pobre Sisenando era hombre franco e ingenuo, aunque no en el sentido que hoy en día damos a estas palabras, sino con el pleno significado que le daban los hombres de hace novecientos años, el sentido que le daban los libros de los doctores en leyes, de los juristas y de los sabios romanos. Sisenando no era sincero, o al menos no más que el resto de sus vecinos, y desde luego no era tonto. Significaba aquello que Sisenando era un hombre libre, sin ataduras con señor o siervo alguno salvo el Conde de Barcelona, señor natural de todos sus compatriotas, pero ser libre no era ni por asomo la garantía de ser feliz, como más tarde propugnarían muchos filósofos y agitadores de masas.

Sisenando llevaba la amargura y la miseria marcadas a fuego en el rostro. Frotándose las manos entumecidas por el frío, cubriéndose ahora la nariz moqueante, ahora la boca, agarrando fuertemente el pomo del cuchillo largo que portaba oculto en el costado, bajo la manta vieja, sin casi comida en las alforjas y con muy poco dinero en la bolsa, el pobre hombre tiritaba y suspiraba, mirando en derredor, sin poder siquiera dormir por temor a los bandidos, las bestias y los demonios. A cada sombra, a cada movimiento brusco de la floresta, Sisenando aguantaba la respiración y aguardaba. El sonido de las hojas al viento era tan fuerte que llegaba a ahogar el chirrido de las ruedas del carromato al girar.

A medida que avanzaba, las columnas y las ruinas, parcialmente cubiertas de hierba y maleza, iban descubriéndose ante sus ojos. Pronto pudo distinguir la figura de la estatua solitaria. El corazón de Sisenando se alentó con aquella visión, pues desde tiempos inmemoriales aquellas ruinas habían marcado la proximidad del estanque de Banyoles, indicando que dentro de un día y poco más divisaría en el horizonte la seguridad de los muros de Girona. Sin embargo, el temor seguía atenazando el corazón del pobre Sisenando. Aquellas rocas antiguas eran restos de épocas pretéritas, construido por los romanos, gentes sabias y doctas, y merecían el respeto que se ofrece a los muertos. Mientras pasaba ante el silencioso guardián de piedra, Sisenando apartó la vista del rostro pétreo. Era la efigie de un pagano muerto, y sólo Dios sabía si estaba encantada o si se convertiría en piedra al escudriñar en los ojos yertos.

El pobre Sisenando pasó de largo, trastabillando sobre el carromato, muerto de frío, con apenas comida para el trayecto y medio vehículo al borde de la podredumbre más absoluta, pero aun con la amenaza de los elementos, de los demonios, del bosque y de las fieras, siguió adelante. Se dirigía a Tortosa, donde el Conde de Barcelona, el buen Ramon Berenguer, el cuarto de este nombre, había prometido grandes franquezas y privilegios a quienes se establecieran en las tierras de los moros, recientemente tomadas en el nombre de Cristo y del buen Conde. Su vida en Besalú no le había dado muchas alegrías, pero por la puerta de la Cataluña Nueva se descubría un futuro esperanzador. Y aún le quedaba mucho camino por recorrer.

Sisenando se fue, cavilando sobre las perspectivas de la nueva vida y sobre las implicaciones de ser libre en un mundo donde ser dominado era la norma y no serlo, la excepción, y entre el traqueteo de las ruedas y el rumor del follaje se perdió su murmullo entre los árboles, y no volvió a pasar por aquel lugar. Su historia no es asunto que nos incumba, no más que la de las hojas que pasan con el viento. Porque, al fin, el viejo romano de piedra y las columnas y las ruinas persistieron, impávidas, a los avatares de la Historia. El tiempo no ha podido con ellos, y siguen hoy en día allí, enclavadas entre la maleza y las raíces poderosas, señalando un alto en un camino que desapareció tiempo ha, en la penumbra de los árboles de la Alta Cataluña. Y El temor del bosque a medianoche, del ignoto paraje, el dominio salvaje de las bestias, nunca ha dejado de atenazar los corazones de los que pasan por aquellas tierras ni por las de ninguna otra floresta del mundo.

Andronicus dixit