martes, 29 de diciembre de 2009

La Reina de Babilonia

¡Temblad, señores de Oriente!

Los ritmos festivos que tocan unos juglares acompañan mis versos obscenos. Estoy en la cima del mundo, sentada en el trono del Patriarca, bajo la bóveda de Santa Sofía. En el punto más sagrado de la casa de Dios, yo canto canciones de taberna mientras los soldados, cargados de cadenas de oro y joyas arrancadas de manos moribundas, tararean la música y siguen con los ojos el contoneo de mis senos desnudos.

Es el éxtasis de la victoria, el dulce néctar de los dioses. Nosotros somos dioses, por un día, que han descendido con la furia de los titanes sobre la Reina de las Ciudades. Yo, mancillando el sitial de la santidad, me yergo sobre los impíos como una diosa de Gomorra. Afuera, las calles de Constantinopla aún están repletas de cadáveres; hombres de armas, mercaderes, artesanos, mujeres, niños… nadie escapa a la ira de los cruzados, que zarparon de Venecia, la Serenísima, con la perspectiva de nuevas oportunidades; nuevas tierras que saquear, nuevos botines que prender, en el nombre de Cristo Nuestro Señor.

Aquí están los soldados de Dios, regocijándose de sus fechorías en los mármoles del templo más santo de Oriente, aún manchado por la sangre de los monjes y los refugiados. Algunos, incluso ahora, se entretienen en desvalijar los cadáveres de los hombres santos y los inocentes en busca de dinero, joyas escondidas o dientes de oro. Es el festín de los carroñeros; son los chacales de Occidente irrumpiendo en el palacio del emperador. Es el triunfo de los Hombres sobre Dios y todas las cosas bellas de este mundo.

Desde las alturas celestiales de la silla patriarcal, veo los mosaicos de pan de oro, los tapices de hilo y seda, los mármoles, los pilares imperturbables, los arcos por los que antaño se paseaba la más selecta nobleza del Imperio de los griegos, los mismos que ahora huyen en barco hacia Nicea o Trebisonda, o que yacen desangrándose en el piso de sus palacios de la Ciudad. ¡Temblad, cismáticos, herejes y sarracenos! ¡Temednos, buenos cristianos! Porque llega la era de los Impuros y los Desheredados, los que no respetan el orden del mundo que los llevó a la miseria, los hijos parricidas de Europa.

Me pongo en pie sobre el trono dorado, desnuda ante los ojos de Cristo y sus indignos hijos, y me corono a mí misma Reina de Babilonia. Ya vendrán los príncipes cruzados a repartirse tierras y títulos; ya florecerán las testas coronadas. Mi corona es la más auténtica de todas, porque es la corona del pesar y de la alegría, del desenfreno y el dolor. Es la Corona de los Hombres, que no pertenecen al orden de Dios, ni nunca lo han hecho. Y yo, hoy, en este crepúsculo adornado con sangre y fuego, soy la señora de sus deseos, y guío sus almas con mi cántico sacrílego.

¡Que tiemblen los ángeles y los dioses, pues los hombres nunca entrarán en vuestros reinos! ¡Esta noche, el mundo me pertenece!

sábado, 5 de diciembre de 2009

El último poema


Dicen que el samurái quedó preso en el remordimiento cuando su señor fue asesinado. Al parecer, iban el señor y sus guerreros hacia un bosquecillo de caza cercano, cuando les atacaron los sicarios de un clan rival. El señor murió alcanzado por una flecha y sus soldados no pudieron defenderle. Los sicarios desaparecieron como la niebla cuando sale el sol.

Llevaron el cuerpo de su difunto señor de vuelta al castillo, y una vez allí, les cayó encima todo el peso del deshonor. El deber incumplido les hacía indignos del seguir el camino del guerrero. Les habían educado así. No cabía la deshonra en la vida de un samurái.

Así pues, cuentan que se reunieron todos, con sus allegados respectivos, para realizar el noble acto del seppuku, el suicidio ritual que limpiaría toda mácula en sus corazones. Uno a uno, se hundieron la hoja en el vientre, mientras el allegado les cortaba la cabeza para ahorrarles un dolor innecesario.

Nuestro samurái, sin embargo, quiso dejar constancia de su vida y sus sentimientos en un poema. Las letras siempre habían sido sencillas para él, y disfrutaba leyendo poesía tanto como creándola. Por esto, con el papel delante, comenzó a escribir la crónica de su alma.

Tardó semanas en concluir el poema, el más largo que había compuesto, según dicen. Pero no quedó contento. Los criados lo vieron arrojar el legajo al fuego y quedarse mirando cómo se consumían sus palabras. Pero no se dio por vencido, sino que volvió a enfrentarse al papel desnudo para plasmar sus desvelos. Esta vez, quiso dejar a un lado las trivialidades y los lirismos, y concentrarse en la esencia. Parece que tardó dos semanas en completar este poema.

De nuevo, quedó insatisfecho con su composición. Cuentan que la encontró demasiado recargada. Cuando mi madre, que sirvió en el castillo, le preguntó por qué quemaba sus poemas sin dejar que los leyera nadie, él respondió que todo lo que valía la pena de la vida podía contarse en los tres versos de un haiku, que la sencillez era el único destino de todo, y por eso su poema no podía ser más complejo ni más largo que eso. Con este ánimo se sentó ante una mesa, en el jardín, y allí se quedó, mirando el papel, sin escribir nada.

Allí estaba la última vez que fui al castillo, hace muchos años. Lo encontré bajo la sombra de los cerezos desnudos, ante su mesa, donde había una lámina de papel en blanco. Yo era joven, y me habían hablado del samurái y de su poema. Era como un cuento para nosotros. Me acerqué a él y le pregunté por qué no escribía lo que pensaba, sin más.

- Hay tanto que contar, pero todo es tan trivial, que tengo que distinguir la esencia. Y la esencia es tan perfecta -respondió-, que no sé ni con qué carácter empezar. Son mis últimas palabras, hija. No querrás que describa la vida en términos imperfectos...

Dicen que sigue allí, encorbado sobre la misma hoja de papel en blanco, con sus armas oxidadas por el desuso y la intemperie, aún sin saber cómo empezar su último poema.