domingo, 10 de octubre de 2010

Hipareta y la esclava


Una vez sentí pena por ella. Esa pobre muchacha, arrancada de los brazos muertos de sus padres en vete a saber qué lugar perdido en tierras de bárbaros. Quizá sus dioses le habrían concedido una vida plena y feliz, o quizá no. Nunca lo sabrá, porque cuando la capturaron, la llevaron al puesto de comercio más próximo y la vendieron como esclava. Bonita y joven, así le gustan a Alcibíades. Por eso la compró, como ha comprado a otros esclavos antes que ella, de uno y otro sexo. Las hacía traer a su habitación cuando se le antojaba, y ni siquiera le importaba que yo me enterase.

Así que, a los pocos días de haberla comprado, me senté en el jardín y allí estaba la esclava, llevando cántaros de agua a la cocina. Le pregunté su nombre. Parecía un poco tonta al principio, de lo confusa que estaba. Entonces no lo entendí, pero ahora puedo ver a través de aquellos ojos grandes y negros que me miraban con una mezcla de temor y reverencia. Dijo su nombre, y la verdad es que no puedo recordarlo. Era difícil de pronunciar en griego. Lo que sí recuerdo muy bien fue que le pregunté dónde había nacido, y respondió que venía de donde las llanuras son infinitas y la gente es libre. Me sobrecogió. Las demás griegas no suelen considerar a sus esclavos más que a sus muebles o sus bienes. Sin embargo, yo pude ver al ser humano bajo la ropa gastada. Una muchacha privada de su libertad.

Cuando Alcibíades empezó a requerir a esta muchacha en su alcoba, tuve sentimientos contradictorios. Siempre me sentía celosa de las concubinas de mi marido, y su desdén hacia mí a veces me hacía desearlo aún más… pero esa chica de nombre impronunciable me hacía sentir lástima, además de celos. Lástima por ella y por mí, porque estaba atrapada entre el amor estúpido que sentía hacia Alcibíades y mi propia sociedad, que me impedía buscar un hombro donde llorar y agarrarme, para sustituir al marido que ya no me quería en su lecho.

Aquella esclava me dio el valor para buscar el divorcio. No podía seguir así. Pero la gente no lo entendió. Logré que la asamblea me escuchase, pero cuando Alcibíades llegó para dar testigo, me agarró del pelo y me arrastró por la calle. Nadie hizo nada. A mi alrededor sólo veía caras de expectación. Una mujer díscola que se cree que puede hacer la suya en Atenas, pensaban. Tiene lo que se merece. A medio camino de casa dejé de resistirme; me rendí. Tan fácilmente me rendí…

Entonces Alcibíades me encerró en casa y me prohibió salir. Me quedé en mi alcoba llorando. Por el pasillo pasaba la esclava -aquella esclava-, que me miró temerosa, como se mira a un mendigo. Dejé de sentir lástima por ella cuando noté en su mirada una nota de tímida compasión. Me sentí menos que ella. Ella, una esclava que lo había perdido todo… y sin embargo, yo, Hipareta, hija de Hipónico, ateniense nacida libre, tengo que ver el mundo desde las ventanas de mi casa y soportar la compasión de otros, tal y como ella. Sólo ahora me doy cuenta de lo parecidas que son nuestras historias, la de la esclava y la mía. Libres o no, ambas hemos caído bajo el peso de un mundo de hombres.