lunes, 12 de octubre de 2009

Sueños rotos y juventudes interrumpidas


Atemorizado, Federico se descubrió el rostro que cubría con las manos mugrientas. Las lágrimas se le agolpaban en sus ojos, prestas a salir pero tímidas de ser vistas entre el humo y el fuego. Miró hacia arriba, temeroso de lo que podría descubrir al hacerlo, pero apenas podía ver nada entre la humareda y el polvo. Sólo escuchaba un pitido doloroso y constante.

Se quedó allí tendido durante largo rato, al borde del cráter humeante que se iba llenando con el agua del Ebro, rodeado de carcasas vacías, sueños rotos y juventudes interrumpidas. No movió un músculo. Nada se movía a su alrededor, excepto unos pocos uniformes andantes que avanzaban vacilantes, agarrando el hierro de muerte con todas sus fuerzas. Sólo sombras en la lejanía, seres sin rostro. Sueños rotos, juventudes interrumpidas.

¿Cuánto tiempo pasó Federico tendido en los huertos de la Muerte? Para él, el mundo se había detenido. El tiempo había vuelto atrás, y su mente evocaba un rostro de mujer, de cabello oscuro y rizado, y ojos profundos como la selva tropical. Federico tomaba un café con unos amigos difusos, mientras ella cruzaba la calle de camino al colegio, dando color al mundo a su paso. Unos ojos verdes lo miraron durante un instante, un segundo que fue más que suficiente para él. En su mente quedaron grabados, para el resto de su vida, el contoneo de sus caderas, sus precoces formas de mujer, y aquellos ojos que le aprisionaron el alma, como un embrujo gitano.

El zumbido que atacaba sus tímpanos fue convirtiéndose en una melodía extrañamente familiar. Un ritmo en tres tiempos acompañado de violines y violonchelos, un vals que le llevó girando, abrazado a la mujer de ojos verdes, hasta un elegante salón de baile, donde decenas de almas embriagadas por la música danzaban al ritmo de la acompasada melodía, con los corazones volcados en sus parejas de baile. Para Federico, cada paso era una vereda abierta en la espesa jungla de sus ojos verdes, y cada vuelta era un escalón más hacia la cima del templo. Cuando los labios se unieron, un volcán en erupción prestó su estruendo a la sinfonía de los sentidos.

Los violines callaron, pero la música los acompañó mientras las llamas se cerraban a su alrededor, y él siguió el ritmo del vals mientras exploraba las cuevas donde el amor nunca había entrado, y ambos bailaban la danza de la vida, del fuego y el agua, mientras la luna regaba sus cuerpos con luz de plata.

Los estallidos y el olor de la guerra parecían lejanos, como un sueño, un mal sueño del que era difícil despertar. Ni el sol poniente, ni los gritos lejanos, ni los gemidos ahogados, ni las explosiones parecían reales. Sólo estaba el vals que Federico bailó aquel día en Viena, y los ojos verdes que se llevaron con ellos parte de su alma. Detrás del polvo y la sangre, Federico sólo veía la llanura húngara tendida ante el amanecer, las ventanas de un tren, los ojos verdes mirándole. La música le llevaba de imagen en imagen, pero él luchó por quedarse en aquel tren, camino de Estambul, sentado ante la mujer de sus sueños, la mujer de su vida. Pero como un río furioso, la memoria le llevó lejos de allí, y sólo pudo atesorar la estampa de ella sentada al lado de la ventana, con un libro abierto en el regazo, y el paisaje de Hungría volando tras el cristal.

El vals de la vida se volvió el vals de la muerte. Las notas sonaron más tristes, aunque la canción era la misma. Federico estaba sentado bajo una bóveda surcada de ventanales, con la mirada perdida y el corazón devastado. Ella aún bailaba el vals, pero él no podía seguirla. Había perdido su corazón entre los pliegues de las sábanas, creyendo que la vida podía ser sólo felicidad. El mundo se había encargado de recordarle las reglas del juego, y Federico, viendo danzar a los espectros, recordaba vagamente las noticias en los periódicos. Sólo cuando llovieron rosas de fuego sobre Guernica, despertó del sueño de su infancia, y descubrió una pesadilla peor que todo cuanto habría podido imaginar. Cada día danzaban más espectros en las catedrales, y más sueños quedaban huérfanos. El reino del metal se adueñó de los espíritus, y el corazón de Federico vagaba lúgubre por las calles desiertas. Cuando le reclutaron para el ejército, no protestó. Ya conocía el miedo y el horror. Cada noche, en el barracón, rodeado de rostros sin ojos, Federico recordaba a la muchacha de ojos verdes y pelo ensortijada, y las flores escarlata que crecían en sus muñecas, tiñiendo de rojo el baño, y los ojos verdes, anegados en lágrimas, secándose como un bosque bajo la nieve. El otoño caía sobre el alma desgarrada de Federico, ahora ya sólo la carcasa de un sueño roto, los despojos de una juventud interrumpida.

Las lágrimas creaban surcos en su cara ensuciada. El vals de la vida y la muerte fue callando, indolente. Federico intentó aferrarse a él, a los recuerdos. Pero no se puede vivir de recuerdos. Cuando miró al cielo vio las siluetas de las aves de acero surcando un azul sucio de humo y miseria, y se preguntó si ella seguiría esperándole en algún lugar para bailar un último vals. Ya no oía la música. Ya no le cegaba el polvo. El Ebro pasaba triste detrás de él y el frío reinaba en el campo de la muerte. Pensó en Viena y en Hungría, en la música y en los bosques, y deseó que ella le estuviese esperando, que bailasen el vals de la vida una vez más. Entonces la vio, suspendida en el azul manchado del cielo, y ella le ofreció la mano. Federico la tomó. Bailaba con ella de nuevo, girando sobre las riberas del Ebro, solos los dos, muertos desde el momento en que nacieron, soñando con sueños realizados y juventudes plenas, bailando una danza sin fin.

And you'll carry me down on your dancing
To the pools that you lift on your wrist

Oh my love, Oh my love
Take this waltz, take this waltz
It's yours now. It's all that there is...

- Leonard Cohen, basándose en un poema de Federico García Lorca