martes, 29 de diciembre de 2009

La Reina de Babilonia

¡Temblad, señores de Oriente!

Los ritmos festivos que tocan unos juglares acompañan mis versos obscenos. Estoy en la cima del mundo, sentada en el trono del Patriarca, bajo la bóveda de Santa Sofía. En el punto más sagrado de la casa de Dios, yo canto canciones de taberna mientras los soldados, cargados de cadenas de oro y joyas arrancadas de manos moribundas, tararean la música y siguen con los ojos el contoneo de mis senos desnudos.

Es el éxtasis de la victoria, el dulce néctar de los dioses. Nosotros somos dioses, por un día, que han descendido con la furia de los titanes sobre la Reina de las Ciudades. Yo, mancillando el sitial de la santidad, me yergo sobre los impíos como una diosa de Gomorra. Afuera, las calles de Constantinopla aún están repletas de cadáveres; hombres de armas, mercaderes, artesanos, mujeres, niños… nadie escapa a la ira de los cruzados, que zarparon de Venecia, la Serenísima, con la perspectiva de nuevas oportunidades; nuevas tierras que saquear, nuevos botines que prender, en el nombre de Cristo Nuestro Señor.

Aquí están los soldados de Dios, regocijándose de sus fechorías en los mármoles del templo más santo de Oriente, aún manchado por la sangre de los monjes y los refugiados. Algunos, incluso ahora, se entretienen en desvalijar los cadáveres de los hombres santos y los inocentes en busca de dinero, joyas escondidas o dientes de oro. Es el festín de los carroñeros; son los chacales de Occidente irrumpiendo en el palacio del emperador. Es el triunfo de los Hombres sobre Dios y todas las cosas bellas de este mundo.

Desde las alturas celestiales de la silla patriarcal, veo los mosaicos de pan de oro, los tapices de hilo y seda, los mármoles, los pilares imperturbables, los arcos por los que antaño se paseaba la más selecta nobleza del Imperio de los griegos, los mismos que ahora huyen en barco hacia Nicea o Trebisonda, o que yacen desangrándose en el piso de sus palacios de la Ciudad. ¡Temblad, cismáticos, herejes y sarracenos! ¡Temednos, buenos cristianos! Porque llega la era de los Impuros y los Desheredados, los que no respetan el orden del mundo que los llevó a la miseria, los hijos parricidas de Europa.

Me pongo en pie sobre el trono dorado, desnuda ante los ojos de Cristo y sus indignos hijos, y me corono a mí misma Reina de Babilonia. Ya vendrán los príncipes cruzados a repartirse tierras y títulos; ya florecerán las testas coronadas. Mi corona es la más auténtica de todas, porque es la corona del pesar y de la alegría, del desenfreno y el dolor. Es la Corona de los Hombres, que no pertenecen al orden de Dios, ni nunca lo han hecho. Y yo, hoy, en este crepúsculo adornado con sangre y fuego, soy la señora de sus deseos, y guío sus almas con mi cántico sacrílego.

¡Que tiemblen los ángeles y los dioses, pues los hombres nunca entrarán en vuestros reinos! ¡Esta noche, el mundo me pertenece!

sábado, 5 de diciembre de 2009

El último poema


Dicen que el samurái quedó preso en el remordimiento cuando su señor fue asesinado. Al parecer, iban el señor y sus guerreros hacia un bosquecillo de caza cercano, cuando les atacaron los sicarios de un clan rival. El señor murió alcanzado por una flecha y sus soldados no pudieron defenderle. Los sicarios desaparecieron como la niebla cuando sale el sol.

Llevaron el cuerpo de su difunto señor de vuelta al castillo, y una vez allí, les cayó encima todo el peso del deshonor. El deber incumplido les hacía indignos del seguir el camino del guerrero. Les habían educado así. No cabía la deshonra en la vida de un samurái.

Así pues, cuentan que se reunieron todos, con sus allegados respectivos, para realizar el noble acto del seppuku, el suicidio ritual que limpiaría toda mácula en sus corazones. Uno a uno, se hundieron la hoja en el vientre, mientras el allegado les cortaba la cabeza para ahorrarles un dolor innecesario.

Nuestro samurái, sin embargo, quiso dejar constancia de su vida y sus sentimientos en un poema. Las letras siempre habían sido sencillas para él, y disfrutaba leyendo poesía tanto como creándola. Por esto, con el papel delante, comenzó a escribir la crónica de su alma.

Tardó semanas en concluir el poema, el más largo que había compuesto, según dicen. Pero no quedó contento. Los criados lo vieron arrojar el legajo al fuego y quedarse mirando cómo se consumían sus palabras. Pero no se dio por vencido, sino que volvió a enfrentarse al papel desnudo para plasmar sus desvelos. Esta vez, quiso dejar a un lado las trivialidades y los lirismos, y concentrarse en la esencia. Parece que tardó dos semanas en completar este poema.

De nuevo, quedó insatisfecho con su composición. Cuentan que la encontró demasiado recargada. Cuando mi madre, que sirvió en el castillo, le preguntó por qué quemaba sus poemas sin dejar que los leyera nadie, él respondió que todo lo que valía la pena de la vida podía contarse en los tres versos de un haiku, que la sencillez era el único destino de todo, y por eso su poema no podía ser más complejo ni más largo que eso. Con este ánimo se sentó ante una mesa, en el jardín, y allí se quedó, mirando el papel, sin escribir nada.

Allí estaba la última vez que fui al castillo, hace muchos años. Lo encontré bajo la sombra de los cerezos desnudos, ante su mesa, donde había una lámina de papel en blanco. Yo era joven, y me habían hablado del samurái y de su poema. Era como un cuento para nosotros. Me acerqué a él y le pregunté por qué no escribía lo que pensaba, sin más.

- Hay tanto que contar, pero todo es tan trivial, que tengo que distinguir la esencia. Y la esencia es tan perfecta -respondió-, que no sé ni con qué carácter empezar. Son mis últimas palabras, hija. No querrás que describa la vida en términos imperfectos...

Dicen que sigue allí, encorbado sobre la misma hoja de papel en blanco, con sus armas oxidadas por el desuso y la intemperie, aún sin saber cómo empezar su último poema.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Cielo rojo


El soldado miró al cielo, pero sólo vio rojo. No podía moverse. Veía la lluvia, pero no sentía las gotas sobre su cuerpo.

De repente, tuvo miedo.

martes, 24 de noviembre de 2009

El buen príncipe


Era una noche de luz y alegría. A su alrededor, la gente danzaba entusiasmada. ¡El buen príncipe iba a casarse! Todo el mundo estaba excitado por conocer a la doncella que había logrado un hueco en el corazón del buen príncipe, que todos consideraban demasiado frío. ¿Quién era? ¿De qué familia provenía? ¿Era de la nobleza...? Estas preguntas se formularon cientos de veces, pero no hubo ninguna respuesta satisfactoria. El cotilleo, deporte propio de la Corte, tuvo especial protagonismo aquella noche.

El buen príncipe, sin embargo, no tenía el aspecto de alguien que va a presentar a su prometida al mundo. Algunos aventuraron que el príncipe no la quería, que lo hacía para hacer callar a sus reales padres, que le presionaban desde hacía años para que se casara con una dama de alta alcurnia, puesto que era su único hijo y heredero.

En parte, la historia comenzó de este modo. Harto de los comentarios de su madre, la reina, y de los sarcasmos de su real padre, tan prolífico en chistes sin gracia, el buen príncipe había decidido dejarse de sutilezas con las estrechas damiselas de la nobleza y convocar una gran fiesta en palacio, un baile donde estaban invitadas todas las doncellas casaderas del país.

- Pero hombre, Reinaldo, piensa un poco... -le apremiaba su real padre-, ¿qué vas a hacer? ¿Te vas a casar con la primera con que te encapriches esta noche? ¡Por Dios, no puedes casarte con cualquiera! No hay doncellas con edad de casar en las demás cortes, pero nuestra nobleza da hijas sanas y capaces... ¿o es esto una maniobra tuya, para darte notoriedad ahora que las canas campan a sus anchas por mi testa coronada?

Pero el buen príncipe no escuchaba a su padre. Como de pequeño, soñaba con caballeros y cruzadas, no con cañones y burocracia. Estaba cansado de la realeza y la política, y juró públicamente por Dios y por el futuro de la dinastía que se casaría aquella misma noche, cuando saliera el sol, con la damisela que hubiese elegido durante la gran fiesta.

La familia real se preocupó, desde luego, pero en parte suspiraron aliviados. Al menos, nuestro real hijo va a casarse, que ya le toca, se decían. Nunca había demostrado un gran interés por el sexo opuesto. Su madre se había llegado a preocupar por la falta de interacción del joven príncipe con las mujeres. El buen príncipe, sin embargo, supo tranquilizarla, de forma calculada, dejándose ver en compañía de algunas mozas de baja alcurnia. No es que se hubiese cambiado de acera, simplemente tenía poco interés en el sexo, y como no había conocido a muchas mujeres, tampoco codiciaba el amor.

Bajo la luz rutilante de los fuegos artificiales, envuelto en el movimiento y la frivolidad de los bailes cortesanos, viéndose reflejado en los mil espejos de la sala, el buen príncipe añoraba sus años de mocedad, cuando se dedicaba a cargar con caballos de humo contra enemigos invisibles, cuando se imaginaba a sí mismo liderando batallas gloriosas. Impermeable al gozo del resto de los presentes, que giraban y se enredaban en el espectáculo de la pompa y la hipocresía, el príncipe suspiraba de melancolía. Pero cuando conoció a aquella muchacha de baja cuna y noble corazón, todos los rastros de tristeza desaparecieron. Nació el amor por primera vez en el corazón del buen príncipe, y el reino se alegró de ello.

Pero el príncipe sabía que no podría casarse con una cualquiera, la hija menor de una familia venida a menos, de renombre deslucido y escudo de armas carcomido, que se dedicaba a la limpieza de la propia mansión, convertida en taberna, porque no había dinero para contratar doncellas de servicio. De modo que fue retrasando la presentación oficial de su prometida. Además, sentía que en el momento en que lo hiciera, la inocencia de aquella muchacha quedaría mancillada. Quería proteger el idilio semisecreto que habían mantenido hasta entonces. Ella no estaba demasiado cómoda con su nuevo estatus de princesa, y desde luego no codiciaba la fama de palacio.

Aquella noche, todos celebraban el enlace del príncioe menos el propio príncipe, que esperaba la llegada del carruaje. Cuando su futura esposa ya llegaba una hora tarde, empezó a inquietarse. Pero cuando se es príncipe, uno aprende a soportar largos bailes y tediosas recepciones con estoicismo, habilidad que comparte con los guardias de palacio. Así que, aunque la gente calificaría luego esta fiesta como "la mejor que nunca organizó la monarquía en nuestros tiempos", el buen príncipe simplemente puso su mejor cara, fue saludando a los invitados, bailó con algunas damas de la corte y reprimió su crecientr ansiedad.

El tiempo fue pasando, y la gente empezaba a preguntarse dónde estaba la princesa. Los primeros comentarios surgieron de forma espontánea. La palabra "calabazas" flotaba en el ambiente. El buen príncipe comenzaba a sentirse abochornado, y rehuía las miradas que, cada vez más, se clavaban en él, llenas de curiosidad y de lástima.

Cuando ya asomaban las primeras luces del alba, y los invitados comenzaban a abadonar los jardines y los salones de palacio, llegó un carruaje. La forma le recordó al príncipe vagamente una calabaza. Se alzó de repente. "Ya está aquí", pensó. "¡Por fin!", exclamó todo el mundo. Era tal el alivio que sentía, que cualquier rastro de enfado hacia ella se borró en aquel instante. Se acercó a la puerta y la abrió suavemente. Su sorpresa fue mayúscula cuando de dentro salió un criado mal vestido con una nota. Ni rastro de la princesa. El buen príncipe tomó la carta y la abrió.

Querido Reinaldo;

Me temo que no estoy hecha para la vida en la Corte. Lamento haberte avergonzado delante de todo el reino, pero me pides que abandone todo lo que soy para convertirme en una pieza más del juego de palacio, y eso es algo que no haré ni por ti ni por nadie. Abandona tú tu corona, tus uniformes y tu etiqueta, y ven a vivir una vida sencilla conmigo.

Sé que es mezquino pedirte que abandones tu vida anterior porque no estoy cómoda en ella, pero ¿no lo es que me lo pidas tú a mi? ¿O diste por sentado que las luces y los bailes me enamorarían al instante? ¿Tan vana me crees? No tardes en elegir, porque no te esperaré siempre. No te culparé si eliges no abandonar tu vida de príncipe. Al fin y al cabo, yo no he abandonado mi vida en la taberna.

Mis mejores deseos,
Eloísa.

El buen príncipe cayó sobre la escalinata, abatido por el exceso de sinceridad de aquella carta. El criado lo miraba, inquisitivo. El príncipe, cuyo rostro expresaba sorpresa en todos sus músculos, negó con la cabeza. Casi ausente, trepó sin erguirse del todo por la escalinata, y se quedó tendido en el escalón más alto, viendo cómo se iba el carruaje en forma de calabaza. Calabzas me han dado, pensaba. Se descubrió imaginando la repercusión de aquella noche en su reputación, los titulares de prensa. Sentía el cosquilleo nervioso de la humillación.

De repente, sonrió. Fue una sonrisa triste, porque no expresaba felicidad. Qué ironía, pensaba. Quería casarse con Eloísa para desafiar aquella vida de la que escapaba en sus fantasías, y en cambio la muchacha le había mostrado cómo funcionaba su corazón en realidad. No abandonó el buen príncipe su vida en palacio, ni sus sueños de caballeros y cruzadas., ni su melancolía. Aquella mañana comprendió que, mal que le pesara, era hijo de la Corte y estaba hecho para reinar.

.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Ulls grisos



La Pedrera quedava cada cop més enrere i els auriculars de l'MP3 vessaven la música dels Eagles a les meves orelles. Rere els vidres de l'autobús, amarats de falsa rosada, s'encenien els fanals, i Barcelona estava, com jo, trista i freda en un vespre de tardor.

Quan l'autobús va aturar-se, una alenada de vent àrtic em va dur l'atenció fins a les portes que s'obrien. Allà, un parell d'ulls, el parell d'ulls més bonic que he vis mai, em va capturar. Ulls grossos i lleugerament ametllats, ben col·locats en un rostre ple d'harmonia, ruboritzat pel fred dels carrers. Ulls que miraven amb la curiositat i la sorpresa que només pot correspondre a un turista.

No eren ulls verds, ni blaus, ni foscos, ni del color de la mel. Aquells ulls tenien un color ben estrany, que poques vegades he tingut el plaer de contemplar. Aquells ulls eren grisos, com el propi cel de Barcelona, encapotat per núvols de capvespre, però amb el sol darrere, donant lluïssor al conjunt, de tant clars com eren. La seva mida, que els més puristes titllarien d'exagerada, no feia res més que realçar-ne la importància, donant-los més protagonisme.

Vaig estar-me una bona estona mirant aquells ulls grisos, com seguien els edificis cèlebres del Passeig de Gràcia, com s'aturaven a les noves escultures de la Plaça Lesseps. La propietària d'aquells ulls no va tardar en atrapar-me, i, com un voltor, vaig desviar la vista cap a l'exterior. El sol havia trobat un forat entre els núvols i la serra de Collserola, i vessava foc sobre el barri de Gràcia.

Al cap de pocs segons, vaig tornar a fixar-me en aquells ulls grisos, encara presa del seu embruix. Vaig focalitzar els sentits fins a poder escoltar paraules en francès, dirigides a les seves acompanyants. La llum del sol ponent entrava per la finestra del bus, omplint aquells ulls de matissos i lluïssors, un espectacle de la natura. L'iris brillava com si es tractés de diamants i topazis guardats dins d'una esfera de cristall de Bohèmia, quasi bé amb llum pròpia. Aquells ulls grisos eren tresors de perles i denaris de plata al fons del mar, eren llànties sota la pluja, eren evocacions de l'oceà tempestuós, gris perquè el cel blau resta cobert rere els núvols amenaçadors.

I malgrat tots aquests adjectius carregants i temibles, els ulls grisos transmetien serenor. Podria haver-me passat hores contemplant-los, admirant la bellesa d'aquells ulls en harmonia amb un rostre bonic, de talla delicada i caràcter francès, coronats per un front ample i una mitja melena d'un coure lluent. Tota una oda a la natura i la seva capacitat creadora. La bellesa del mar i la pluja, el sentiment d'una tarda grisa davant la finestra de casa, la calidesa del vent de llevant a l'estiu, tot això, i més coses que les paraules no poden descriure, guardaven aquells ulls. De tant bonics, eren hipnòtics.

Van atrapar-me dues vegades més, amb mirades (segurament plenes de retret) directes que em deixaven embadalit durant uns pocs segons, i que m'obligaven a apartar la vista de nou. Malgrat tot, seguia sota l'efecte irresistible dels ulls grisos, que no es va trencar fins que el bus va aturar-se davant del Parc Güell. Com sempre, la majoria dels viatgers van arreplegar les seves motxilles i les càmeres digitals, i van sortir al carrer. La noia dels ulls grisos no va ser-ne una excepció.

Les portes es van tancar i vaig llançar-li un últim esguard, fins que va desaparèixer per sempre. Vaig mirar a l'infinit, i vaig pensar que aquells ulls podrien aturar una batalla, com les sabines posant pau entre els seus pares i els seus marits. Només llavors vaig adonar-me que la meva parada havia passat feia estona.

.

lunes, 12 de octubre de 2009

Sueños rotos y juventudes interrumpidas


Atemorizado, Federico se descubrió el rostro que cubría con las manos mugrientas. Las lágrimas se le agolpaban en sus ojos, prestas a salir pero tímidas de ser vistas entre el humo y el fuego. Miró hacia arriba, temeroso de lo que podría descubrir al hacerlo, pero apenas podía ver nada entre la humareda y el polvo. Sólo escuchaba un pitido doloroso y constante.

Se quedó allí tendido durante largo rato, al borde del cráter humeante que se iba llenando con el agua del Ebro, rodeado de carcasas vacías, sueños rotos y juventudes interrumpidas. No movió un músculo. Nada se movía a su alrededor, excepto unos pocos uniformes andantes que avanzaban vacilantes, agarrando el hierro de muerte con todas sus fuerzas. Sólo sombras en la lejanía, seres sin rostro. Sueños rotos, juventudes interrumpidas.

¿Cuánto tiempo pasó Federico tendido en los huertos de la Muerte? Para él, el mundo se había detenido. El tiempo había vuelto atrás, y su mente evocaba un rostro de mujer, de cabello oscuro y rizado, y ojos profundos como la selva tropical. Federico tomaba un café con unos amigos difusos, mientras ella cruzaba la calle de camino al colegio, dando color al mundo a su paso. Unos ojos verdes lo miraron durante un instante, un segundo que fue más que suficiente para él. En su mente quedaron grabados, para el resto de su vida, el contoneo de sus caderas, sus precoces formas de mujer, y aquellos ojos que le aprisionaron el alma, como un embrujo gitano.

El zumbido que atacaba sus tímpanos fue convirtiéndose en una melodía extrañamente familiar. Un ritmo en tres tiempos acompañado de violines y violonchelos, un vals que le llevó girando, abrazado a la mujer de ojos verdes, hasta un elegante salón de baile, donde decenas de almas embriagadas por la música danzaban al ritmo de la acompasada melodía, con los corazones volcados en sus parejas de baile. Para Federico, cada paso era una vereda abierta en la espesa jungla de sus ojos verdes, y cada vuelta era un escalón más hacia la cima del templo. Cuando los labios se unieron, un volcán en erupción prestó su estruendo a la sinfonía de los sentidos.

Los violines callaron, pero la música los acompañó mientras las llamas se cerraban a su alrededor, y él siguió el ritmo del vals mientras exploraba las cuevas donde el amor nunca había entrado, y ambos bailaban la danza de la vida, del fuego y el agua, mientras la luna regaba sus cuerpos con luz de plata.

Los estallidos y el olor de la guerra parecían lejanos, como un sueño, un mal sueño del que era difícil despertar. Ni el sol poniente, ni los gritos lejanos, ni los gemidos ahogados, ni las explosiones parecían reales. Sólo estaba el vals que Federico bailó aquel día en Viena, y los ojos verdes que se llevaron con ellos parte de su alma. Detrás del polvo y la sangre, Federico sólo veía la llanura húngara tendida ante el amanecer, las ventanas de un tren, los ojos verdes mirándole. La música le llevaba de imagen en imagen, pero él luchó por quedarse en aquel tren, camino de Estambul, sentado ante la mujer de sus sueños, la mujer de su vida. Pero como un río furioso, la memoria le llevó lejos de allí, y sólo pudo atesorar la estampa de ella sentada al lado de la ventana, con un libro abierto en el regazo, y el paisaje de Hungría volando tras el cristal.

El vals de la vida se volvió el vals de la muerte. Las notas sonaron más tristes, aunque la canción era la misma. Federico estaba sentado bajo una bóveda surcada de ventanales, con la mirada perdida y el corazón devastado. Ella aún bailaba el vals, pero él no podía seguirla. Había perdido su corazón entre los pliegues de las sábanas, creyendo que la vida podía ser sólo felicidad. El mundo se había encargado de recordarle las reglas del juego, y Federico, viendo danzar a los espectros, recordaba vagamente las noticias en los periódicos. Sólo cuando llovieron rosas de fuego sobre Guernica, despertó del sueño de su infancia, y descubrió una pesadilla peor que todo cuanto habría podido imaginar. Cada día danzaban más espectros en las catedrales, y más sueños quedaban huérfanos. El reino del metal se adueñó de los espíritus, y el corazón de Federico vagaba lúgubre por las calles desiertas. Cuando le reclutaron para el ejército, no protestó. Ya conocía el miedo y el horror. Cada noche, en el barracón, rodeado de rostros sin ojos, Federico recordaba a la muchacha de ojos verdes y pelo ensortijada, y las flores escarlata que crecían en sus muñecas, tiñiendo de rojo el baño, y los ojos verdes, anegados en lágrimas, secándose como un bosque bajo la nieve. El otoño caía sobre el alma desgarrada de Federico, ahora ya sólo la carcasa de un sueño roto, los despojos de una juventud interrumpida.

Las lágrimas creaban surcos en su cara ensuciada. El vals de la vida y la muerte fue callando, indolente. Federico intentó aferrarse a él, a los recuerdos. Pero no se puede vivir de recuerdos. Cuando miró al cielo vio las siluetas de las aves de acero surcando un azul sucio de humo y miseria, y se preguntó si ella seguiría esperándole en algún lugar para bailar un último vals. Ya no oía la música. Ya no le cegaba el polvo. El Ebro pasaba triste detrás de él y el frío reinaba en el campo de la muerte. Pensó en Viena y en Hungría, en la música y en los bosques, y deseó que ella le estuviese esperando, que bailasen el vals de la vida una vez más. Entonces la vio, suspendida en el azul manchado del cielo, y ella le ofreció la mano. Federico la tomó. Bailaba con ella de nuevo, girando sobre las riberas del Ebro, solos los dos, muertos desde el momento en que nacieron, soñando con sueños realizados y juventudes plenas, bailando una danza sin fin.

And you'll carry me down on your dancing
To the pools that you lift on your wrist

Oh my love, Oh my love
Take this waltz, take this waltz
It's yours now. It's all that there is...

- Leonard Cohen, basándose en un poema de Federico García Lorca

domingo, 26 de julio de 2009

El cruel tañido


En un mundo de pasión, donde no me corre sangre por las venas, sino fuego, acaricio con premura la piel tersa de una mujer, mientras le susurro al oído todo lo que he sentido en esta vida, y todo lo que querría haber sentido.


Y ella me abre su alma,

me entrega su cuerpo,

me envuelve en su fuego,

me arranca de mis miedos,

me lleva a sus reinos;

Y yo me rindo a sus pies

y le doy lo que tengo

y lo que soy.


Y las sábanas se convierten en lenguas de fuego, el aire se vuelve tórrido. Nuestros cuerpos sudorosos pierden su solidez y el mundo parece desaparecer en un torbellino en el que sólo estamos ella y yo, perdidos y abrazados para siempre.

Entre la vorágine llega un murmullo lejano, como las campanas de una iglesia tañendo al anochecer. No puedo dejar de oír el sonido, ese chirrido eléctrico y persistente que no me deja escuchar las palabras que ella deja caer en mis oídos como dulces afrodisíacos.

Por un momento, el murmullo se detiene, pero llega de nuevo, más fuerte que antes. Este segundo tañido acapara mi atención irremediablemente, y el cuerpo se me entumece. El mundo se me desdibuja.

Y llega el tercero, y la noto a ella más lejana. Sus caricias casi parecen etéreas, y su tacto parece como de humo.

Y llega el cuatro tañido, y me siento flotando, ajeno a la pasión y el fuego. La miro a ella a los ojos, intentando captar ese momento; me agarro a su carne, tratando de quedarme en sus brazos, que momentos antes parecían tener que pertenecerme por toda la eternidad, y ahora escapaban a mis abrazos.

Y llega el quinto tañido, y su rostro ya casi no se distingue. Sus ojos, antes verdes como la esmeralda, son ahora meras estrellas en la distancia, titilando tenues en el techo cada vez más negro.

Y llega el sexto tañido, y estiro los brazos, abrazo el aire sin forma, y me veo perdido en el limbo. Llega el séptimo y me siento cayendo de la cumbre de la hermosa montaña que antes había escalado con gozo.

Y abro los ojos, sudoroso y sobresaltado. Los primeros rayos de sol me saludan, indolentes, y al octavo tañido tengo la sensación de haber estado unos instantes en el paraíso. Al noveno tañido, la mujer, su fuego, su alma ya son sólo manchas borrosas, memorias difusas, recortes oníricos. El décimo tañido lo corto con pereza, dando un golpe al despertador, furioso por razones que no recuerdo.

Y aquella noche, aquel momento, aquel derroche de placer, me abandonan para siempre, llevadas por la brisa de la mañana y por el cruel tañido de la rutina. El mundo me secuestra de nuevo, inclemente, hasta que vuelvan la noche y los sueños.


¿Será verdad que cuando toca el sueño

con sus dedos de rosa nuestros ojos,

de la cárcel que evita huye el espíritu

en vuelo presuroso?

sábado, 11 de julio de 2009

El vals de les estrelles mortes - II


A mesura que s'apropaven al motel, l'aire s'omplia d'una olor subtil i familiar, que s'anava fent més forta a mesura que la moto sidecar s'apropava al motel. Es van apropar a l'edifici i l'Asdrúbal va aparcar al costat de la porta, apagant el motor i retornant a la nit el silenci. La olor s'havia fet força intensa.

El motel estava enmig del no res. El segon fanal, que estava no massa lluny, podria haver indicat l'inici de la civilització en aquell paratge deixat de la mà de Déu, però estava tant isolat com el primer fanal i com el motel mateix. L'edifici en si no era lleig, d'estil colonial, pintat de blanc i de colors pastel, amb elegants finestrals a la planta baixa, una entrada en forma de pòrtic clàssic i tres pisos. Però totes les finestres tenien els porticons tancats, excepte una, en l'ampit de la qual hi havia una llàntia encesa.

—I doncs, duu diners, mestre? —va preguntar l'Asdrúbal, interrompent les obervacions d'en Paul.

—Resulta que si -respongué, després de regirar-se les butxaques i trobar-hi miraculosament la cartera—, diria que n'hi haurà prou

—Doncs entrem, aquí comença a fotre fred.

I s'encaminaren cap al porxo. La porta s'obrí abans que hi arribessin, empesa per una dona de mitjana edat, amb una espelma a la mà. Tenia un rostre bonic, però adornat amb l'expressió d'aquells qui consideren que el sarcasme és l'únic mètode vàlid per tractar amb la resta de la humanitat.

—Asdrúbal, feia temps que no et vèiem per aquí... —va dir amb veu desganada.

—He estat una mica ocupat, Prosa, treballant a la ciutat... —va dir ell, amb un cert deix de disculpa.

—La pròxima vegada, fes-nos una trucada. Sempre estem contents de veure’t —per alguna raó, el to dur de la seva veu no es corresponia amb l’amabilitat de les paraules que pronunciava—. I veig que duus companyia. Qui és?

—Es diu Paul, i passarà la nit aquí.

En Paul va callar, conscient de que aquella conversa no l’incloïa. La dona que responia a l’estrany nom de Prosa no se’l havia mirat fins llavors. Els seus ulls blaus, una mica ametllats, eren tant freds com la seva veu.

—Encantada de conèixe’l, senyor Paul —va dir—. Em dic Proserpina. Espero que gaudeixi de la seva estada al meu humil negoci. No tenim el plaer d’acollir hostes gaire sovint.

—Igualment —va dir, lacònic, allargant la mà. La Proserpina no es va molestar en encaixar-li.

Uns moments de silenci.

—Entrem, Asdrúbal, que començo a agafar fred —va dir ella— Segueix-nos, Paul, i saluda la Hela, que s’ocuparà de preparar-te una habitació mentre menges alguna cosa.

Van entrar a un rebedor amb aspecte d’antic, però net i ben arreglat. El mostrador era buit, i quasi totes les claus eren al seu lloc, excepte dues. Al costat hi havia una noia alta, jove i d’una bellesa estranya. Tenia els ulls grossos i foscos, el front ample, el coll alt i els llavis molsuts, contrets en un mig somriure constant. Quan ella el va mirar, va sentir-se com si, de cop i volta, no hi hagués res més, ni tan sols l’aire que els separava; res més tres d’ella i ell. Ella va somriure. Però no era un somriure amable ni tranquil·litzador, era un somriure ardent. En Paul va sentir calfreds recorrent-li l’esquena, notava com les cames li començaven a fer figa, el cor se li accelerava. Després d’uns instants quasi eterns, la veu de la Proserpina va acabar amb aquell estrany embruix.

—Hela, vinga, que no tenim tota la nit —va dir sense alçar la veu.

La jove Hela, impulsada pel to imperiós de la seva mestressa, va desaparèixer escales amunt. Llavors la Proserpina va assenyalar a en Paul un saló menjador, on hi havia una taula parada. No hi havia ningú. Tampoc hi havia cap rastre de l’Asdrúbal.

Un home baix i esprimatxat, amb la cara rodona i alegra, va sortir de la cuina i va anar directament cap a en Paul.

—Segui, segui —digué, nerviós—, i relaxi’s. De seguida li duré el que ha demanat, no es preocupi...
—Si... si encara no he demanat res... —va respondre en Paul, perplex.

—Ah... bé, si, tant li fa. No tenim carta, o sigui que haurà de deixar aquesta decisió al cuiner. Però no s’amoïni, li asseguro que és el millor cuiner de la zona, i que qualsevol cosa que posa en uns fogons és per llepar-se’n els dits!. Però segui, segui allà, al costat del finestral...

Atordit, en Paul s’assegué al lloc que li havia indicat el nerviós cambrer. Se sentia cansat i, per primera vegada des que s’havia trobat davant del fanal, se sentia vertaderament perdut. Mirava per la finestra i pensava en la noia del servei, aquella que es deia Hela; en la fredor de la mestressa, en el tracte que li havien dispensat. Però el que més l’intrigava, més encara que on era o què faria l’endemà, era que un motel de carretera net i ben cuidat no tingués “el plaer d’acollir hostes gaire sovint”.

A fora, la tempesta que havia vist feia una estona creixia en l’horitzó, i les estrelles seguien brillant mortes rere una cortina de tenebres.

martes, 16 de junio de 2009

El vals de les estrelles mortes - I


Es va despertar a les fosques, embolcallat per la negra nit. La lluna era nova, les estrelles s'amagaven rere el mantell de núvols foscos. Se sentia oprimit per una presència impalpable, invisible, però que es notava en els ossos, com una tempesta, en la pell, com una xafogor. Sense més pistes que un fanal no massa llunyà, començà a caminar, sense estar massa segur de seguir el camí correcte, ensopegant de tant en tant amb les pedres del camp.

Però no l'esperava cap carretera, al fanal, ni cap rastre d'altres fanals. Només els rastres d'un vell camí empedrat, amb la meitat de les llambordes malmeses, menjat per l'herba i els anys. Seguia sense veure's cap rastre d'humanitat, més enllà del fanal i la mil·lenària via empedrada. Una curiosa contraposició, va pensar.

Va estar-se assegut al costat del fanal, negre i d'estil de principis del segle XX, tot espantant els mosquits, esperant qui sap què durant una llarga estona. Mirava el cel, intentava veure l'horitzó. No sabia on era, i aquell fanal no l'ajudava gens ni mica a ubicar-se. Potser podria veure muntanyes, o no veure'n. Si conexia la orografia de la zona, potser podria trobar el camí de tornada. Però la línia de l'horitzó era tant negra com els núvols. Només en un punt llunyà, qui sap si a l'est, al nord o en qualsevol altra direcció, es podia veure una franja lluminosa.

Desanimat, es deixà anar sobre el fanal, rumiant sobre què podria fer. Va intentar dormir, però tenia un neguit que li ho impedia. Li semblava tenir un motor dins del cap, que brunzia com un rusc d'abelles. El soroll anava augmentant, fent créixer-li l'ansietat. De reüll va captar un moviment, després va sentir un espetec, acompanyat d'una poderosa lluïssor. De sobte, d'un horitzó molt més proper del que semblava va aparèixer la silueta d'una mena de moto, rugint sobre l'empedrat, desencaixant alguna llamborda pel camí.

Es quedà palplantat, mirant l'estranya aparció. La moto s'acostà i l'enlluernà amb els fars davanters. El conductor, amb la cara oculta rere el casc, va apagar la màquina i el lleó de metall va callar. El llum del fanal permetia distingir la forma d'una moto sidecar lluent, pintada de verd fosc. El conductor, alt i forçut, duia una caçadora de cuir gastada i uns texans. La seva veu ressonà sinistra dins del casc:

- Què se li ofereix, mestre? Ens hem perdut?

- Em sembla que si -va respondre amb presses-. No puc trobar el camí de tornada.

- Vaja, és tot un problema. Necessites que et porti a algun lloc?

Va dubtar:

- Ah, doncs sí, però no sé realment on sóc ni cap a on porta aquest camí.

-I qui ho sap? -va respondre el motorista, traient-se el casc amb dificultat- Però si no agafem el camí, no ho sabrem mai. Va, pugi al sidecar!

Sota el casc va aparèixer un rostre angulós, robust i de mitjana edat, amb els cabells densos i foscos, el nas recte, la barbeta ampla i uns ulls estrets, negres.

- No sap cap a on duu aquesta carretera? -va preguntar-li.

- És clar que ho sé, l'he feta moltes vegades. Duu a un motel on tenia previst passar la nit. Espero que dugui diners a sobre, jo no duc més del que necessito per acabar el trajecte.

El motorista pujà al seient de la moto, i tot agafant el casc per tornar-se'l a posar, allargà la mà.

- Per cert, em dic Asdrúbal.

- Jo em dic Paul. Encantat -i li va fer una encaixada.

Molt en la llunyania, la claror persistia, ara trencada pel rugit ocasional dels trons i la lluïssor cegadora dels llampecs. Espantant les bestioles i els esperits amb el crit del motor de la moto, en Paul i l'Astrúbal van enfilar camí amunt, deixant enrere el fanal, endinsant-se en la foscor amb els fars de la moto com a únic guia.

No passà ni mitja hora fins que un altre fanal aparegué davant seu, amagat rere un mur. El camí allà esdevenia carretera asfaltada, i no massa més lluny s'apreciaven els llums encesos d'un motel de carretera.

jueves, 11 de junio de 2009

El precio de los sueños


Era enero, y el viento cortaba el abrigo, la carne y los huesos, inclemente ante el tembleque de las manos y el sufrimiento de los viandantes. Ni el sol, oculto tras un capote homogéneo de nubes grisáceas, alcanzaba a alegrar la travesía a la gente. Las ocasionales bocas de ventilación soltaban bocanadas de aire caliente. En cierto modo, era un gozo ver cómo todos los caminantes realentizaban su paso para poder quedarse ni que fuese un segundo más al lado de la corriente cálida, del oasis de bienestar enmedio de un gélido océano de nieve y viento.

Él, seguro de sí mismo, iba camino de su casa. Aun con las mejillas arreboladas y las manos frías, no podía evitar que de vez en cuando aflorara a su rostro una sonrisa tan cálida como el mismo sol que ahora se negaba a salir. Ver a un hombre feliz es una experiencia especial, los hay que incluso se contagian de esta felicidad y tampoco pueden reprimir una efímera sonrisa, medio cómplice, medio melancólica.

Pero él no se fijaba en los dos o tres que repararon en su excepcional estado. Él sólo pensaba en la de trabajo que tendría que hacer si lo que le habían dicho era cierto. Claro que lo era, aquel hombre de la discográfica hablaba muy en serio. Otra sonrisa vio la luz enmedio de aquella faz rubicunda por el frío cuando recordó el contrato. Su grupo de folk-rock, que había llevado desde los dieciséis años, al fin tenía salida profesional seria. Había mucho que hacer. Tendrían que recomponer la música y algunas letras, pulir las melodías, advertir al batería para que se dejase de tonterías con los porros y se pusiera las pilas o se buscarían a otro... tanto por hacer.

Una vida nueva se abría ante él, nuevas puertas que nunca había visto más que en sueños, pasillos y ascensores con los que había fantaseado pero que nunca había considerado realmente que existiesen. Todo un rascacielos de oportunidades, la opción de hacer lo que siempre había soñado.

Se palpó el bolsillo del abrigo, donde el contrato y el cheque pesaban como losas de mármol en su mente. Calderilla, pensó, para pagar el billete hacia el éxito. Al fin y al cabo, ¿qué era más valioso que un billete de ida hacia el sueño de su vida?

Caminaba absorto y no pudo ver a tiempo al hombretón que salió del callejón. Se lo encontró de frente. Dos ojos oscuros enmarcados por un rostro cetrino y sudoroso, de facciones andinas y pelo negro y liso. En su mirada había miedo, pero no por ello sus ojos eran menos temibles. El pobre soñador se quedó pasmado, sin poder reaccionar.

- Me vas a dar todo lo que lleves - dijo, nervioso, el atracador.

El muchacho pensó en el contrato y en el talón. No podía dárselo. Pero tampoco le quedaba otra salida. Intentó mirar alrededor, pero aunque vio caras de sospecha, tenía la impresión que nadie movería un músculo por él.

Al ver que no obedecía, el atracador insistió, y agarró al joven por la camisa, y lo lanzó hacia el callejón. Allí comenzó a balbucear, intentando sacarse de los bolsillos las monedas y el billete sueltos que llevaba encima.

- ¡Ándate con prisa o te rajo! - dijo el atracador. Iluminado por detrás con la luz difusa de la tarde nublada, parecía un espectro salido de la noche más profunda, achaparrado y escuálido como era. Brillaba en su mano una punta afilada de acero. El sudor se le tornó frío al joven, y sus manos temblaron de nuevo, pero ya no de frío.

- ¡Vacíate los bolsillos, anda! - dijo el salteador de viandantes - ¡El derecho también! ¿Qué traes ahí?

El joven, sin querer vaciar el bolsillo, no dijo nada. Le pareció que había pasado en el callejón varios años, una eternidad, intentando librarse de aquel agresor de la forma más pacífica posible. Pero el atracador no estaba por titubeos ni engaños. Se acercó bruscamente al joven y alargó la mano hacia el bolsillo del cheque. El joven se apartó. El atracador lo miró a los ojos y le clavó la navaja en el pecho tres veces.

Al joven se le cortó la respiración durante unos minutos. Luego sintió las tremendas punzadas, vio la navaja roja y la mano del atracador acercándose de nuevo. El joven cayó de rodillas, perplejo, mientras le sustraían el billete hacia la felicidad del bolsillo de su chaqueta. Cayó tendido sobre la nieve, y vio cómo el espectro andino se alejaba, y el cielo se volvía cada vez más oscuro. El frío le invadía el cuerpo y entumecía el dolor agudo. Al respirar, notaba un gorgoteo en el pecho. Miró hacia un lado y vio la nieve fluyendo roja.

Cerró los ojos y sollozó, consciente de que había llegado su memento mori. Había compuesto una canción titulada así, sobre un tipo que moría sin haber cumplido su propósito, una burla a las películas donde el bueno moría per habiendo cumplido su objetivo. Cruel ironía.

El joven lloraba desconsolado, esperando un milagro, como cuando alguna vez había perdido las llaves y esperaba con todas su fuerzas que no se las hubiese dejado dentro de casa. Encontrarlas entonces era un milagro. Pero él no podía morir, no podía morir ahora que por fin comenzaban a irle bien las cosas. No podía dejar el mundo así, tenía tanto por hacer, tantas ilusiones, tantos proyectos... incluso tenía dos canciones en mente que aún no había escrito en papel. ¡Morirían con él! ¡Quería vivir y ser mejor! Se hizo todas las promesas posibles en caso de que saliera de ésta. Aun antes de desvanecerse su conciencia, esperaba que le salvase algún giro inesperado del guión, creyéndose inmortal en su egocentrismo, como si en la vida tuviesen que encajar varias tramas, como en las películas. Pero la vida no encaja, ni perdona, y el joven murió en el hospital, dos horas después. Había pagado muy caros sus sueños, y éstos se habían escapado por las heridas del pecho, por el filo de una navaja para la que la vida no valía nada, ni tenía remordimientos por haber arrebatado a un hombre la posibilidad de cumplir sus sueños.

Sic tibi terra levis


.

domingo, 19 de abril de 2009

Un mal dia

Tothom, qui més qui menys, s'ha llevat algun dia amb el peu esquerre. Tothom ha patit aquella sensació de desgana constant, aquell neguit sense raó, aquella manca d'esma. Tothom, en definitiva, ha viscut dies d'aquells que fan pensar "avui tinc un mal dia". Un mal dia, qui més qui menys, tohom l'ha tingut.

Com de ben segur es podrà notar, no fa gaire que he passat per aquesta desagradable experiència. No és la primera, naturalment, els mals dies són més vells que l'anar a peu, però fins llavors no m'havia parat a pensar sobre la putada que representa tenir un mal dia. Però com a part inseparable de la vida, com a creu de la moneda que té per cara els bons moments, m'he decidit a fer un petit homenatge als dies que, sense ser els pitjors de la vostra vida, sense tenir res particularment dolent en ells mateixos, són, sens dubte, mals dies.

Els mals dies poden començar amb dues situacions: o bé una son irresistible, i la consegüent arribada mitja hora tard a on sigui que cal anar a les 7 o 8 del matí, o bé el molest insomni que et té girant al llit durant unes sis o set hores, massa cansat per llevar-te i dedicar-te a altres coses més productives, però massa insomne, valgui la redundància, com per dormir. En qualsevol de les dues situacions, la mala llet no tarda en estar a flor de pell.

El mal dia segueix de maneres molt diverses segons l'edat, l'ocupació i el gènere de l'afectat, però tots tenen una cosa en comú: la falta de ganes i la irritabilitat pronunciada. Pel que fa al primer símptoma, és força molest, però pot contrarrestar-se amb l'abundant ingesta de cafè o d'altres estimulants, o també estant-se en un ambient agradable, i malgrat tot seguiràs preferint no fer res, gandulejar i matar el temps, a esforçar-te a passar-ho d'alguna manera.

Aquí entra en joc el segon símptoma. Començaré fent un breu prefaci de les relacions socials humanes: segons penso, el món es divideix en quatre grups de persones: els íntims, els pròxims, els simples coneguts i els desconeguts. Els primers són els que les pel·lícules simplistes, les comèdies romàntiques i els dibuixos animats anomenen "els millors amics", i són gent amb qui m'uneix molt més del que em separa, amb qui he compartit molts moments i que em coneix prou com per notar el meu pèssim estat d'ànim, però que saben com combatre la situació amb dosis d'humor, que sol ser la millor medicina, o d'altres entreteniments. No són necessàriament persones que vegis sovint, ja que la confiança pot aparèixer amb dues o tres converses. Són, senzillament, persones amb les quals t'hi sents a gust.

Els segons són els amics que veus sovint, amb els quals parles sovint, més per necessitat que per plaer genuí. Solen ser companys de feina o de classe amb els que sols fer petar la xerrada, però als quals no correries a explicar la terrible crisi emocional que estàs patint. Hi manca la confiança. I en els bons dies pots gaudir rient bromes, xerrant, etcètera. Però en el mal dia les gràcies deixen de ser gracioses, i deixes de voler esforçar-te en ser amable amb aquell company que de vegades es porta com un imbècil rematat. Alerta, que corres perill de que et titllin de borde.

Quant als tercers, els coneguts, els que veus de tant en tant i saludes però dels quals no en saps ni el nom ni, potser, on recony els has conegut, directament ni els tens en compte. Senzillament, no et sents amb ganes de començar l'alegre ballet de la hipocresia. Dels quarts, els desconeguts, no cal que en digui res. Si no vols esforçar-te en ser amable amb coneguts, menys encara amb desconeguts.

Així, a mesura que passen les hores, intentes fer bona cara, intentes buscar conversa quan coincideixes amb algun amic o conegut i no pots el·ludir el contacte humà, però tots els intents són endebades, ja que un mal dia potser és l'únic moment en la vida d'un home (d'una dona també, s'entén) en què realment té ganes d'estar sol.

I el mal dia acaba, a la fi, de dues formes: la forma sensata és anar-se'n a dormir d'hora, ja que llevar-se aviat i comprovar que no tens pesos de plom a les pestanyes és força agradable. La forma menys sensata és enfonsar-se en l'autocompassió mirant la tele fins a altes hores, fins que deixen d'emetre aquella pel·lícula que sempre t'havia encuriosit però mai t'havies interessat en mirar (i no ho haguessis fet si no t'hagués sortit fent zàping en un canal dels de dos dígits) i comença l'espectacle dels teleconcursos de sopes de lletres trampejades amb presentadores caigudes en desgràcia, que no tardaran en protagonitzar el porno que ve encara més tard.

La segona situació pot dur a un segon mal dia. Però no sol passar tal cosa, ja que els humans seguim creient que el nostre humor depèn de l'atzar o de la voluntat divina, i no de complexes reaccions químiques que tenen a veure amb l'estat general del cos, en el qual s'inclou la ment. Els mals dies no venen a cegues, els causen estats anímics generals, agreujats per comportaments no massa savis (com el quedar-se fins tard veient qualsevol merda a la tele, setmanes d'examens, hores extra i altres putades).

Se sol dir que una mala actitud, una visió massa pessimista o un comportament depressiu són la causa dels mals dies, però el cert és que aquesta explicació és totalment òbvia i innecessària: una persona alegre serà, lògica i irremeiablement, més alegre que una persona trista, o no tant alegre. No té sentit que la persona trista tingui en compte aquest axioma, perquè no li serveix absolutament de res.

I malgrat tot, seguim creient -tots nosaltres- que els dies venen i van determinats per alguna voluntat superior, i que, com acostumem a pensar, demà serà un altre dia, com si els dies fossin compartiments temporals estancs, independents i diferenciats. Seguim creient que el mal dia el qualifiquem abans de caure rendits al llit i pensem "quina merda de dia", enlloc d'adonar-nos que el mal dia es prepara amb antel·lació i sense el nostre coneixement. Com una festa sorpresa que al final resulta no ser en el teu honor.

Al cap i a la fi, tothom, qui més qui menys, pot tenir un mal dia.

Algunas veces gano
y otras veces
pongo un circo y me crecen los enanos




sábado, 4 de abril de 2009

La nada que acecha tras la esquina (y un pequeño preámbulo)



Siguiendo la estela de dos amigos, me decido a retomar una vez más, aunque me temo que con idéntico resultado, el camino de la pluma virtual, y volver a escribir, si no a publicar algún relato esporádico, sí quizá a volcar con cierta regularidad algún pensamiento, alguna angustia, aunque sea sólo una válvula de escape ante mi habitual pasividad.

La euforia inicial siempre resulta vigorizante, alentadora, pero se desvanece pronto, como el azúcar en el café de las siete de la mañana (vaya, la vena costumbrista asoma de nuevo, aunque sea en una metáfora más sobada que los senos de una puta), y entonces entra en juego la fuerza de voluntad, el firme convencimiento de que es necesario, a pesar de todo, que yo siga adelante devanándome los sesos, buscando algo de que hacer un tema. Bueno, para ser sincero, eso no va conmigo. Por esto no he actualizado este blog desde octubre del año pasado.

Pero, como se dice, sigo la corriente y hago como mis amigos blogueros. Espero que su influencia me lleve a actualizar más a menudo.

Sin más preámbulos (ya lo he alargado demasiado, creo), ahí va mi segundo relato "publicado":

* * * * *

La nada que acecha tras la esquina

Para Arturo fue hablar con Mina y caer rendido a sus pies. No era particularmente hermosa, aunque nadie diría que fuese fea. Tampoco era particularmente sensual, aunque tenía su punto. No fue amor a primera vista, pues Arturo la veía desde hacía tiempo en los pasillos de la redacción. De hecho, llegó al periódico al mismo tiempo que Arturo, pero por algún azar del destino, nunca habían cruzado más que los buenos días. Sin embargo, quiso el mismo destino que un día se encontrasen en un pueblo con mar de la Provenza, ambos veraneando en el pueblo de sus abuelos (maternos en el caso de Arturo, paternos en el caso de Mina). Sorprendidos, comenzaron con los habituales "¿y qué te trae por aquí?", con los intercambios de anécdotas y recuerdos típicos de quienes han compartido, aun sin saberlo, parte de su pasado.

Desde aquella semana sobre la vasta llanura de aguamarina y diamante del Mediterráneo, a Arturo le invadía un deseo secreto de ver a Mina (Guillermina, en realidad, pero ella odiaba este nombre y, en cambio, le encantaba su diminutivo) por la más tonta de las razones. Al poco, todos en la redacción se habían enterado de aquello. Todos excepto, claro, los dos implicados, y la relación entre ambos siguió estrechándose, compartiendo cafés y comidas de tupperware y bufet libre mientras se contaban detalles irrelevantes de la vida de ambos. Eran raros los momentos en que ella dejaba entrar a Arturo en sus intimidades (su complicada relación con un padre sobreprotector, amigos que quedaron atrás, ex-novios, anhelos compartidos con muy pocos y un no muy largo etcétera), y él atesoraba esos momentos con mucho cuidado. La gente suele gustar de hablar de uno mismo, pero con Mina, Arturo era todo oídos -aunque, a medida que se conocían mejor, él se permitía algún momento de egocentrismo de vez en cuando.

Un día, cuando no hacía más de dos meses que había conocido de nuevo a Mina, llegó a su casa después de comer con ella y se sentó en el sillón a ver la película de las tardes de Telecinco o algún otro canal semejante, que es como mataba el tiempo de ocio, mientras el resto del cuerpo estaba ocupado digiriendo la chuleta de cerdo o los pimientos al ajillo. Pero nada de lo que daban en la televisión le interesaba. Encendió el ordenador y buscó algún entretenimiento online, pero no halló sosiego en YouTube, ni explorando las novedades de su página de facebook, ni en los juegos que últimamente le robaban horas como ladrones de guante blanco.

Asaltado por una extraña sensación de angustia, intentó escribir algo, seguir con alguna idea la modesta novela que estaba elaborando, pero fue inútil. No encontraba palabras, no hallaba concentración. Se levantó y recorrió el pequeño piso de protección oficial, buscando algo con lo que entretenerse en sus horas de ocio, pero halló bien poco que hacer, a excepción de devorar las magdalenas de su despensa. Como no sabía qué hacer, decidió concentrarse en su trabajo.

Unas horas después había concluido el trabajo que pensaba hacer mañana, había redactado un par de artículos para el apartado de nacionales y una breve reseña sobre una exposición del Greco. Pero seguía pareciéndole que algo no iba del todo bien, y volvió la impresión de estar perdiendo el tiempo. Se echó entonces en la cama y se sorprendió al recordar que no era ésta la primera vez en que le sucedía algo parecido. Hacía unas semanas que iba teniendo aquella sensación de modo intermitente, sólo que nunca de una forma tan palpable.

Fue aquel día en el que Arturo se percató de que estaba enamorado. No fue fácil, pues como otras emociones, el amor entra en nuestra mente por la puerta de atrás, sigilosamente, y cuando nos enteramos ya es tarde. Darse cuenta de que el rostro de Mina le venía a la cabeza con frecuencia, y que fantaseaba con ella con frecuencia, le dio las pistas definitivas. Le invadió una hostilidad no pretendida hacia el resto de sus compañeros de trabajo, y sus intentos de compartir la mayor parte de tiempo posible con Mina crecieron. Ella parecía responder a sus intentos. Arturo seguía con aquella angustia en lo más hondo del pecho cuando no estaba con ella, pero quedaba más a menudo con sus amigos, visitaba más museos. Descubrió que, aunque muchos días salía de la redacción deseando llegar a casa, una vez allí sólo quería volver a la redacción y ver a Mina una vez más.

Un día, tomando el café de las diez, Mina le pidió a Arturo si la podría acompañar a buscar su coche, que aquel mismo día salía del taller de reparaciones debido a una avería del carburador, y luego podrían irse a una exposición que cerraba dentro de poco. Arturo aceptó encantado, y se encontró pasando el día con Mina, disfrutando de conversaciones distendidas, bromas y risas. Él le propuso, considerando la hora que era, que fuesen a comer a un restaurante japonés que conocía y que estaba bien de precio. Mina aceptó sin parecer contrariada por el ofrecimiento, y la noche terminó con la clásica escena del chico ante la puerta del piso de la chica, ambos esperando por una señal que les diese plena confianza en las intenciones del otro. Mina soltó un "¿quieres pasar?" pretendidamente inocente; "claro", respondió Arturo.

Aquella noche fue la culminación del sueño que había ocupado la mente de Arturo los últimos tres meses. Culminación en todos los sentidos, pues habiendo hecho el amor, enrollados en las sábanas, dándose caricias el uno al otro, Mina dijo que había disfrutado mucho, pero que lo considerase como un rollo de una noche, y le habló de su temor moderado al compromiso, de su necesidad de "espacio vital", y de otras cosas a las que Arturo se limitó a asentir sin escuchar. Tras la euforia y la felicidad, a Arturo la techumbre se le cayó encima, y lo sintió casi físicamente. Intentando ocultar la cara de bobalicón que se le había quedado, bromeó un poco, y ocultó a Mina que realmente creía que podría haber empezado una relación seria con ella, mientras ponía su frustración y su pesar tras las cortinas de las bromas y los chistes simplones.

El día siguiente, trató a Mina con más frialdad de la habitual, aunque siguieron siendo buenos amigos. Ya no la buscaba por los pasillos, pero seguía ocupando sus pensamientos. Aun así, Arturo fue olvidando aquel enamoramiento, riéndose de ello cada vez que lo recordaba, viéndose a sí mismo como a un adolescente sin pelos en la barba. "El amor nos vuelve bobos, pero nos hace sentirnos vivos", se decía a sí mismo.

Pero la angustia volvió. Ya no era Mina, ya no era la falta de amor correspondido. Era algo más, un verdadero horror vacui que le arruinaba el ocio. Como antes, perdía las ganas de hacer lo que había hecho siempre, de seguir con sus costumbres diarias forjadas a lo largo de años de rutina, primero de estudios en la Facultad, luego en el trabajo. Aprendió a resolver estos momentos yéndose a pasear al parque, a recorrer zonas de la ciudad que no conocía, tomando clases de guitarra, pero eso sólo los aplazaba, los maquillaba.

Pasaron unos meses, y aunque la vida de Arturo parecía haber vuelto a los parámetros anteriores a su enamoramiento, seguía con el vacío interior. A trompicones, tras largas reflexiones y autoanálisis psicológicos de aficionado, fue percatándose de que, en definitiva, su vida no lo llenaba. Vivía en una prisión, una jaula etérea que él mismo había construido desde dentro, y de la que guardaba la llave pero que temía abrir, quién sabía si podría volver a entrar, volver a la estabilidad de la jaula una vez en las corrientes del rápido. Se vio necesitado de romper la jaula, de salir y de sentirse útil, no ya para los demás, sino para sí mismo. Quería sentirse lleno, sentirse vivo.

Vivir, esa era la cuestión, la gran incógnita. Arturo reunió valor y voluntad y renunció a la mayor parte de las cosas que había estado haciendo hasta entonces. Dejó de pasarse las tardes en el sofá viendo la tele, vendió los juegos de ordenador en una tienda de segunda mano y anunció en su antigua facultad que tenía una habitación disponible en el piso para compartir los gastos de la convivencia. Con esmero, intentó evitar volver por el camino del conformismo y la autocomplacencia, y escapó de la nada que le esperaba a la vuelta de la esquina, que vivía dentro de la tele, del ocio inmediato que proporcionaba la sociedad del consumo. El vacío fue desapareciendo, como si fuese una enfermedad de la mente o del alma. De pronto, su piso ya no le pareció una jaula. Paseó más, pasó más tiempo mirando las nubes y las estrellas.

Un día, caminando por una ancha avenida, mientras el sol acariciaba con sus últimos rayos los rascacielos de la ciudad financiera, Arturo pensó que quizá estaba viviendo en un sueño, que quizá estaba siendo inmaduro. Pero miró el atardecer y se dijo: "¿y a quién le importa?"; y siguió su camino. El sol se ponía, la gente pasaba, la ciudad vibraba, pero Arturo se sentía bien por primera vez en mucho tiempo.