martes, 31 de agosto de 2010

El juicio de Dios



—Jaque —dijo el conde Balduino, aprisionando el rey blanco.

El príncipe Tancredo, con rostro ceñudo, alargó la mano hacia el rey. Titubeó un instante y luego movió el rey blanco dos casillas, poniendo la torre blanca en su lugar.

—Enroque, pues —respondió Tancredo.

La luz de velas y lámparas iluminaba la tienda donde se desarrollaba aquella partida de ajedrez. Los dos contrincantes estaban sentados cómodamente sobre cojines bordados en Damasco mientras iban bebiendo el caldo de sus escudillas, sin quitar ojo del tablero.

Tancredo, príncipe de Galilea y regente de Antioquía, se removía incómodo en los cojines. Su aspecto limpio y su sencilla túnica de seda, cómoda y sencilla, contrastaba con el atavío del conde Balduino de Edesa, aún enfundado en cota de malla. Su sobrevesta estaba sucia y apenas se podían distinguir en ella los besantes de su familia y la cruz dorada de Edesa. Su pelo retenía aún el polvo del combate. Así y todo, parecía más calmo que su contrincante.

—Podríais haberos lavado antes de venir a mí —dijo Tancredo en tono de reproche, tras un largo silencio —. Creí que el tiempo pasado con los infieles os habría enseñado algunas de sus costumbres más civilizadas.

—Mis hombres y yo hemos tardado mucho en reagruparnos. Ha sido un día duro, amigo mío.

Tancredo sonrió.

—Especialmente para vos, supongo —dijo.

Balduino esperó. Movió un alfil y miró a Tancredo.

—Supongo que sí. Jaque de nuevo.

Tancredo suspiró.

—Antes no erais tan bueno en el ajedrez…

—Creo que los infieles me enseñaron alguna de sus costumbres más civilizadas —replicó Balduino con sorna—. Creedme, en cuatro años de cautiverio caben muchas partidas de ajedrez.

Tancredo movió su torre para bloquear al alfil.

—Ya que hablamos de ello, ¿cómo fueron vuestros días en Mosul? —preguntó a seguido.

Balduino quitó la mirada del tablero y miró al rostro enjuto de Tancredo. Se dejó caer sobre los cojines y se apartó el almófar de malla que le molestaba en el cuello.

—Mosul es una ciudad grande y próspera. Más grande que Boloña, París o Aviñón. Me retuvieron preso en unas salas del castillo donde tenía aire y luz. A decir verdad, no estaba realmente incómodo. El rey de Mosul me tenía aprecio y me mandaba llamar a menudo para que le contase cómo es el mundo del que vinimos, allende al mar. Me preguntaba sobre la fe, sobre Cristo y sobre nuestra historia. No sé mucho de estos temas, así que pronto comenzamos a discutir los asuntos de la guerra, que me son más afines. El rey sarraceno es en verdad sabio, y aunque me cuidé de no desvelarle cuántos caballeros estaban en Tierra Santa, y él de decirme dónde estaban sus principales fortalezas, tuvimos buenas y enriquecedoras charlas, así como inacabables partidas de ajedrez y otros juegos cuyos nombres nunca conseguí pronunciar.

—¿Cómo conversabais? ¿Conocía el rey turco acaso el francés, o quizá la lengua de oc?

—Había algunos sarracenos que hablaban provenzal e italiano, pero el rey sarraceno hablaba un poco de latín. No sé si sabéis que yo hablo latín con fluidez. Además, durante mi cautiverio he logrado aprender rudimentos de la lengua árabe.

Balduino calló, ensimismado.

—Así pues, no lo pasasteis mal, por lo que contáis —aventuró Tancredo.

—Al principio, pensé que tenía suerte. Pero con el tiempo, me di cuenta de que me guardaban como rehén, por si se os ocurría, a vos o a vuestro tío, el príncipe Bohemundo, atacar Mosul. Además, también percibí que intentaban convertirme a su falsa religión. Quise que me dejasen pasear por la ciudad y por la campiña, cazar en los prados. Pero no me dejaban abandonar el ala norte del castillo. Creedme cuando os digo que una rica prisión puede ser mucho peor que una pobre libertad.

—Dejaos de filosofías, Balduino. Tanto tiempo entre sabios infieles os ha vuelto blando.

—Para nada —rió Balduino—. Lleváis dos días comprobándolo. Y cuando recupere Edesa tendréis la prueba.

***

La conversación murió, y se sucedieron los movimientos en el tablero. Fuera del ambiente tranquilo de la tienda, el viento del desierto exhalaba sus últimos suspiros, y el sol moría tras las montañas de Tauro. Se extendían las fogatas de campo. Los pendones de los cruzados, poco a poco, abandonaban su baile a medida que desaparecía la brisa.

—Hugues de Tierray y Aymar de Sémur han muerto hoy —dijo Balduino.

—Hugues, el barón de Nabidea?

—Así es. Le alcanzó una flecha en la quijada. Cayó del caballo y quedó como muerto. Los físicos no pudieron salvarlo.

—Dios lo tenga en Su gloria —dijo Tancredo, tras hacer la señal de la cruz—. Luché junto a él cuando tomamos Jerusalén. Parece que ha pasado una eternidad desde entonces…

—Sí… fue un día glorioso.

—Posiblemente, el mayor día de nuestras vidas. Aquel día nos ganamos el perdón eterno por nuestros pecados, amigo mío… y había miles por perdonar.

—Pero aquello no nos perdonó los pecados futuros.

Tancredo lo miró a los ojos.

—¿Qué queréis decir?

—Creo que dejar a un amigo en cautiverio cuando podíais haber pagado el rescate es pecado.

—Aquello fue decisión de mi tío Bohemundo, no mía.

—¿Tampoco lo fue el tomar la regencia de Edesa y no querer devolvérmela ahora, cuando soy libre de nuevo?

—Os lo dije por carta, y os lo repito: no os devolveré Edesa. Al menos, no voluntariamente.

—Os obligaré, pues.

En la voz de Balduino no había notas de amenaza, sino más bien de buen humor. Tancredo entendió la broma y sonrió.

—Antes tendréis que capturarme —dijo alzando los brazos en señal de impotencia—. De momento, habéis fallado en ello. Soy yo quien os persigue por el desierto.

—Ya veremos quién persigue a quién dentro de tres días.

—Espero no tener que seguir tras de vos tres días más…

Ambos estallaron en carcajadas al mismo tiempo, pidieron una ración de conejo asado y bebieron un poco de vino. La conversación siguió por derroteros más triviales, aunque ante un nuevo silencio, Balduino volvió al tema de Edesa:

—Devolvedme Edesa, Tancredo…

—No lo haré. No puedo hacerlo. ¿Para qué queréis Edesa?

—La quiero porque es mía, y porque en vuestras manos vais a perderla ante los musulmanes.

—¿Por qué razón tendría que perderla?

—Porque no conocéis a los sarracenos tan bien como yo, y os mostráis abiertamente hostil a ellos. Son más poderosos que todos nosotros juntos, y cuando alguno de ellos consiga unirlos bajo una sola corona, nuestros reinos en Tierra Santa serán aplastados…

Tancredo alzó la mano, pidiéndole que callase.

—¿No os dais cuenta? Es egoísmo lo que leo en vuestras palabras. Queréis Edesa para vos porque creéis que lo podéis hacer mejor que yo, pero ¿qué puede hacer la aislada y pobre Edesa frente a los riquísimos reinos de Damasco, Alepo y Mosul?

—Puedo estar en paz con ellos.

—Por ahora, quizá. Pero vos lo habéis dicho: cuando un sarraceno se adueñe de toda Siria, tenemos los días contados. ¿Qué haréis, entonces? ¿Convertiros a la fe de los musulmanes?

—¡No! —dijo Balduino alzando las manos, realmente ofendido.

—Dejadme el condado de Edesa a mí, Balduino. Yo soy regente de Antioquía y pronto tomaré Trípoli. Edesa, por sí sola, es débil. Pero bajo mi gobierno, es parte de un dominio rico y poderoso. A mis puertos llegan caballeros nuevos cada año, cientos de mercenarios y marineros italianos. Los reyes de Alepo y Damasco me temen. Los sarracenos están fragmentados, sus ricos reinos malgastan su oro y sus cosechas en fútiles guerras entre parientes. ¡No cometamos el mismo error que ellos!

Balduino no respondió, sin duda afectado en cierto punto por los argumentos de Tancredo.

—Edesa sigue siendo mía por derecho. ¿Qué me queda, si te la entrego? Además, ¿quién dice que no podría ser yo quien tomase la regencia de Antioquía?

—Mi tío lo dice, y él es el Príncipe de Antioquía. Él me designó regente.

—Pero Bohemundo está en Europa. Sólo el rey de Jerusalén puede juzgarlo ahora.

—Sólo un loco decidiría a vuestro favor en este asunto —dijo Tancredo con una sonrisa.

—Dios lo decidirá. Esta lucha que traemos será la prueba de Su juicio.

—Sin duda.

Ambos hicieron la señal de la cruz y se dieron la mano. Sonrieron y volvieron su vista al tablero de ajedrez. Entonces Balduino movió su reina.

—Jaque mate.

—¡No es posible!

—El juicio de Dios, amigo mío.

Pesadamente, Balduino se levantó, se recolocó la cofia y se caló el yelmo. Se ciñó el cinto y se colgó el escudo en la espalda.

—Mañana, al amanecer —dijo Tancredo—, levantaré el campamento para venir a vuestro encuentro.

—Os estaré esperando.

Balduino llamó a su paje para que trajese los caballos. Montó y acudieron sus hombres de armas. Tancredo salió de la tienda, y Balduino le miró.

—Mañana volveré a vuestro campamento al atardecer, tan pronto como terminen los combates. Ordenad que preparen pescado esta vez. Dicen los físicos sarracenos que comer tanta carne es causa de úlceras y gotas.

—Nos veremos mañana, si Dios quiere.

—¡Tenedlo por seguro!

***

Nota: Un par de personas me han comentado que en este texto me he dejado llevar por una visión romántica de la caballería medieval. La verdad es que este episodio está basado en hechos reales, de los que habla el cronista árabe Ibn al-Atir, sorprendido de que estos frany, estos cristianos de Occidente, se persigan por motivos de Estado, se hagan la guerra y luego se traten de amigos de toda la vida. Este aspecto de la moral caballeresca era extraña a ojos de los árabes, y desde luego hoy día es poco conocida, o se considera fruto del romanticismo del siglo XIX.

Por suerte, hay muchas obras, y buenas, sobre la sociedad caballeresca, pero yo me baso en los libros de Georges Duby y Maurice Keen.

jueves, 26 de agosto de 2010

La dignitat perduda

En obrir-se la porta, entrà un feix de llum i color a l’interior de la basílica de Maxenci, abandonada a corre-cuita. Se sentien els clams dels habitants de Roma, que victorejaven i cridaven sota el sol d’octubre. L’emperador Constantí entrà a la basílica amb la parsimònia habitual, però amb prou feines va poder amagar la seva sorpresa en veure les proporcions de l’edifici. Encara empolsegat, vestit amb l’armadura i acompanyat de la seva guàrdia, havia decidit fer un alto en la seva entrada triomfal a una Roma acabada de conquerir. La mida de la basílica, la més gran del Fòrum, havien robat la parla a tots els seus acompanyants, que fins llavors havien estat cridant i fanfarronejant de gestes i valentia. L’emperador va recórrer lentament la llargada de la nau, fixant la mirada aquí i allí, ara en la volta, ara en els finestrals, ara en la balustrada del cantó nord, encara inacabat.

Però el que més l’esbalaïa era una estàtua de més de dotze metres d’alçària, un colós de pedra amb el semblant de Maxenci, l’home que li havia disputat el domini de l’Imperi Occidental, i a qui les aigües furioses del Tíber s’havien endut unes hores abans, camí del riu Leteu.

Constantí s’acostà a l’estàtua. Tenia els peus, els braços i el cap de marbre blanc, mentre que el cos era fet de bronze. Estava assegut en un tron, en posició majestuosa; una mà sostenia una llança mentre l’altra es recolzava sobre el braç del tron donant fermesa al conjunt. El rostre era sever, hieràtic. Els ulls grossos miraven sense veure-hi, fixes en la immensitat de l’infinit.

—S’assembla a vós, Senyor... —digué el magister militum.

Constantí va girar-se i va fulminar el seu general amb la mirada. Els ulls de l’emperador podien ser més terribles que els del colós de Maxenci.

—Qui ha vist aquesta estàtua? —va preguntar Constantí al prefecte de Roma, que l’acompanyava en la comitiva.

—Tant sols nosaltres i els mestres d’obres, Senyor.

Acariciant-se la barbeta prominent, Constantí rumià.

—Li haurem de canviar la cara —digué a la fi.

—No n’hi hauria prou amb retocar-la, Senyor? —preguntà el prefecte— El cost d’aquesta reparació seria massa elevat. Uns quants retocs a mans de picapedrers experts ja farien el fet.

Constantí assentí silenciós. Es quedà llarga estona contemplant aquells ulls, aquella mirada tant ferma, tant semblant a la seva i, al mateix temps, tant diferent. A poc a poc començà a sentir una certa empatia amb el rostre de marbre.

Llavors, sense dir res, girà cua i marxà. La comitiva i la guàrdia el seguiren. Les portes de la basílica es tancaren i deixaren sol el colós de Maxenci, que seguia mirant més enllà del món i del temps. Els ulls de pedra seguiren contemplant segles i mil·lennis. Veié néixer i caure imperis, veié guerres, saquejos, fams i pestes, glòries, assemblees i triomfs. Des de les òrbites mortes contemplava com els curiosos se li acostaven i es meravellaven de la seva majestat.

El colós, reduït a vestigis del passat escampats entre la runa de la Ciutat Eterna, va acabar guardat en un museu, en un pati a l’aire lliure. Mutilat i desposseït de dignitat, els visitants l’observaven amb una barreja d’admiració i llàstima.

—...Això és el que queda del colós de Constantí, construït al segle IV... —deien els guies del museu, recitant el que s'havien après de memòria.

La nit dels temps s’havia empassat la memòria de Maxenci i el seu gran enemic se n’havia endut els mèrits. L’emperador destronat plorava, però els ulls de pedra no vessaven llàgrimes. Els llavis de marbre mai no van sospirar. El vel del seu dol era la furiosa escomesa dels anys. Abatut, el colós de Maxenci, mutil·lat i a trossos, recordava la dignitat perduda.