jueves, 26 de noviembre de 2009

Cielo rojo


El soldado miró al cielo, pero sólo vio rojo. No podía moverse. Veía la lluvia, pero no sentía las gotas sobre su cuerpo.

De repente, tuvo miedo.

martes, 24 de noviembre de 2009

El buen príncipe


Era una noche de luz y alegría. A su alrededor, la gente danzaba entusiasmada. ¡El buen príncipe iba a casarse! Todo el mundo estaba excitado por conocer a la doncella que había logrado un hueco en el corazón del buen príncipe, que todos consideraban demasiado frío. ¿Quién era? ¿De qué familia provenía? ¿Era de la nobleza...? Estas preguntas se formularon cientos de veces, pero no hubo ninguna respuesta satisfactoria. El cotilleo, deporte propio de la Corte, tuvo especial protagonismo aquella noche.

El buen príncipe, sin embargo, no tenía el aspecto de alguien que va a presentar a su prometida al mundo. Algunos aventuraron que el príncipe no la quería, que lo hacía para hacer callar a sus reales padres, que le presionaban desde hacía años para que se casara con una dama de alta alcurnia, puesto que era su único hijo y heredero.

En parte, la historia comenzó de este modo. Harto de los comentarios de su madre, la reina, y de los sarcasmos de su real padre, tan prolífico en chistes sin gracia, el buen príncipe había decidido dejarse de sutilezas con las estrechas damiselas de la nobleza y convocar una gran fiesta en palacio, un baile donde estaban invitadas todas las doncellas casaderas del país.

- Pero hombre, Reinaldo, piensa un poco... -le apremiaba su real padre-, ¿qué vas a hacer? ¿Te vas a casar con la primera con que te encapriches esta noche? ¡Por Dios, no puedes casarte con cualquiera! No hay doncellas con edad de casar en las demás cortes, pero nuestra nobleza da hijas sanas y capaces... ¿o es esto una maniobra tuya, para darte notoriedad ahora que las canas campan a sus anchas por mi testa coronada?

Pero el buen príncipe no escuchaba a su padre. Como de pequeño, soñaba con caballeros y cruzadas, no con cañones y burocracia. Estaba cansado de la realeza y la política, y juró públicamente por Dios y por el futuro de la dinastía que se casaría aquella misma noche, cuando saliera el sol, con la damisela que hubiese elegido durante la gran fiesta.

La familia real se preocupó, desde luego, pero en parte suspiraron aliviados. Al menos, nuestro real hijo va a casarse, que ya le toca, se decían. Nunca había demostrado un gran interés por el sexo opuesto. Su madre se había llegado a preocupar por la falta de interacción del joven príncipe con las mujeres. El buen príncipe, sin embargo, supo tranquilizarla, de forma calculada, dejándose ver en compañía de algunas mozas de baja alcurnia. No es que se hubiese cambiado de acera, simplemente tenía poco interés en el sexo, y como no había conocido a muchas mujeres, tampoco codiciaba el amor.

Bajo la luz rutilante de los fuegos artificiales, envuelto en el movimiento y la frivolidad de los bailes cortesanos, viéndose reflejado en los mil espejos de la sala, el buen príncipe añoraba sus años de mocedad, cuando se dedicaba a cargar con caballos de humo contra enemigos invisibles, cuando se imaginaba a sí mismo liderando batallas gloriosas. Impermeable al gozo del resto de los presentes, que giraban y se enredaban en el espectáculo de la pompa y la hipocresía, el príncipe suspiraba de melancolía. Pero cuando conoció a aquella muchacha de baja cuna y noble corazón, todos los rastros de tristeza desaparecieron. Nació el amor por primera vez en el corazón del buen príncipe, y el reino se alegró de ello.

Pero el príncipe sabía que no podría casarse con una cualquiera, la hija menor de una familia venida a menos, de renombre deslucido y escudo de armas carcomido, que se dedicaba a la limpieza de la propia mansión, convertida en taberna, porque no había dinero para contratar doncellas de servicio. De modo que fue retrasando la presentación oficial de su prometida. Además, sentía que en el momento en que lo hiciera, la inocencia de aquella muchacha quedaría mancillada. Quería proteger el idilio semisecreto que habían mantenido hasta entonces. Ella no estaba demasiado cómoda con su nuevo estatus de princesa, y desde luego no codiciaba la fama de palacio.

Aquella noche, todos celebraban el enlace del príncioe menos el propio príncipe, que esperaba la llegada del carruaje. Cuando su futura esposa ya llegaba una hora tarde, empezó a inquietarse. Pero cuando se es príncipe, uno aprende a soportar largos bailes y tediosas recepciones con estoicismo, habilidad que comparte con los guardias de palacio. Así que, aunque la gente calificaría luego esta fiesta como "la mejor que nunca organizó la monarquía en nuestros tiempos", el buen príncipe simplemente puso su mejor cara, fue saludando a los invitados, bailó con algunas damas de la corte y reprimió su crecientr ansiedad.

El tiempo fue pasando, y la gente empezaba a preguntarse dónde estaba la princesa. Los primeros comentarios surgieron de forma espontánea. La palabra "calabazas" flotaba en el ambiente. El buen príncipe comenzaba a sentirse abochornado, y rehuía las miradas que, cada vez más, se clavaban en él, llenas de curiosidad y de lástima.

Cuando ya asomaban las primeras luces del alba, y los invitados comenzaban a abadonar los jardines y los salones de palacio, llegó un carruaje. La forma le recordó al príncipe vagamente una calabaza. Se alzó de repente. "Ya está aquí", pensó. "¡Por fin!", exclamó todo el mundo. Era tal el alivio que sentía, que cualquier rastro de enfado hacia ella se borró en aquel instante. Se acercó a la puerta y la abrió suavemente. Su sorpresa fue mayúscula cuando de dentro salió un criado mal vestido con una nota. Ni rastro de la princesa. El buen príncipe tomó la carta y la abrió.

Querido Reinaldo;

Me temo que no estoy hecha para la vida en la Corte. Lamento haberte avergonzado delante de todo el reino, pero me pides que abandone todo lo que soy para convertirme en una pieza más del juego de palacio, y eso es algo que no haré ni por ti ni por nadie. Abandona tú tu corona, tus uniformes y tu etiqueta, y ven a vivir una vida sencilla conmigo.

Sé que es mezquino pedirte que abandones tu vida anterior porque no estoy cómoda en ella, pero ¿no lo es que me lo pidas tú a mi? ¿O diste por sentado que las luces y los bailes me enamorarían al instante? ¿Tan vana me crees? No tardes en elegir, porque no te esperaré siempre. No te culparé si eliges no abandonar tu vida de príncipe. Al fin y al cabo, yo no he abandonado mi vida en la taberna.

Mis mejores deseos,
Eloísa.

El buen príncipe cayó sobre la escalinata, abatido por el exceso de sinceridad de aquella carta. El criado lo miraba, inquisitivo. El príncipe, cuyo rostro expresaba sorpresa en todos sus músculos, negó con la cabeza. Casi ausente, trepó sin erguirse del todo por la escalinata, y se quedó tendido en el escalón más alto, viendo cómo se iba el carruaje en forma de calabaza. Calabzas me han dado, pensaba. Se descubrió imaginando la repercusión de aquella noche en su reputación, los titulares de prensa. Sentía el cosquilleo nervioso de la humillación.

De repente, sonrió. Fue una sonrisa triste, porque no expresaba felicidad. Qué ironía, pensaba. Quería casarse con Eloísa para desafiar aquella vida de la que escapaba en sus fantasías, y en cambio la muchacha le había mostrado cómo funcionaba su corazón en realidad. No abandonó el buen príncipe su vida en palacio, ni sus sueños de caballeros y cruzadas., ni su melancolía. Aquella mañana comprendió que, mal que le pesara, era hijo de la Corte y estaba hecho para reinar.

.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Ulls grisos



La Pedrera quedava cada cop més enrere i els auriculars de l'MP3 vessaven la música dels Eagles a les meves orelles. Rere els vidres de l'autobús, amarats de falsa rosada, s'encenien els fanals, i Barcelona estava, com jo, trista i freda en un vespre de tardor.

Quan l'autobús va aturar-se, una alenada de vent àrtic em va dur l'atenció fins a les portes que s'obrien. Allà, un parell d'ulls, el parell d'ulls més bonic que he vis mai, em va capturar. Ulls grossos i lleugerament ametllats, ben col·locats en un rostre ple d'harmonia, ruboritzat pel fred dels carrers. Ulls que miraven amb la curiositat i la sorpresa que només pot correspondre a un turista.

No eren ulls verds, ni blaus, ni foscos, ni del color de la mel. Aquells ulls tenien un color ben estrany, que poques vegades he tingut el plaer de contemplar. Aquells ulls eren grisos, com el propi cel de Barcelona, encapotat per núvols de capvespre, però amb el sol darrere, donant lluïssor al conjunt, de tant clars com eren. La seva mida, que els més puristes titllarien d'exagerada, no feia res més que realçar-ne la importància, donant-los més protagonisme.

Vaig estar-me una bona estona mirant aquells ulls grisos, com seguien els edificis cèlebres del Passeig de Gràcia, com s'aturaven a les noves escultures de la Plaça Lesseps. La propietària d'aquells ulls no va tardar en atrapar-me, i, com un voltor, vaig desviar la vista cap a l'exterior. El sol havia trobat un forat entre els núvols i la serra de Collserola, i vessava foc sobre el barri de Gràcia.

Al cap de pocs segons, vaig tornar a fixar-me en aquells ulls grisos, encara presa del seu embruix. Vaig focalitzar els sentits fins a poder escoltar paraules en francès, dirigides a les seves acompanyants. La llum del sol ponent entrava per la finestra del bus, omplint aquells ulls de matissos i lluïssors, un espectacle de la natura. L'iris brillava com si es tractés de diamants i topazis guardats dins d'una esfera de cristall de Bohèmia, quasi bé amb llum pròpia. Aquells ulls grisos eren tresors de perles i denaris de plata al fons del mar, eren llànties sota la pluja, eren evocacions de l'oceà tempestuós, gris perquè el cel blau resta cobert rere els núvols amenaçadors.

I malgrat tots aquests adjectius carregants i temibles, els ulls grisos transmetien serenor. Podria haver-me passat hores contemplant-los, admirant la bellesa d'aquells ulls en harmonia amb un rostre bonic, de talla delicada i caràcter francès, coronats per un front ample i una mitja melena d'un coure lluent. Tota una oda a la natura i la seva capacitat creadora. La bellesa del mar i la pluja, el sentiment d'una tarda grisa davant la finestra de casa, la calidesa del vent de llevant a l'estiu, tot això, i més coses que les paraules no poden descriure, guardaven aquells ulls. De tant bonics, eren hipnòtics.

Van atrapar-me dues vegades més, amb mirades (segurament plenes de retret) directes que em deixaven embadalit durant uns pocs segons, i que m'obligaven a apartar la vista de nou. Malgrat tot, seguia sota l'efecte irresistible dels ulls grisos, que no es va trencar fins que el bus va aturar-se davant del Parc Güell. Com sempre, la majoria dels viatgers van arreplegar les seves motxilles i les càmeres digitals, i van sortir al carrer. La noia dels ulls grisos no va ser-ne una excepció.

Les portes es van tancar i vaig llançar-li un últim esguard, fins que va desaparèixer per sempre. Vaig mirar a l'infinit, i vaig pensar que aquells ulls podrien aturar una batalla, com les sabines posant pau entre els seus pares i els seus marits. Només llavors vaig adonar-me que la meva parada havia passat feia estona.

.