sábado, 4 de abril de 2009

La nada que acecha tras la esquina (y un pequeño preámbulo)



Siguiendo la estela de dos amigos, me decido a retomar una vez más, aunque me temo que con idéntico resultado, el camino de la pluma virtual, y volver a escribir, si no a publicar algún relato esporádico, sí quizá a volcar con cierta regularidad algún pensamiento, alguna angustia, aunque sea sólo una válvula de escape ante mi habitual pasividad.

La euforia inicial siempre resulta vigorizante, alentadora, pero se desvanece pronto, como el azúcar en el café de las siete de la mañana (vaya, la vena costumbrista asoma de nuevo, aunque sea en una metáfora más sobada que los senos de una puta), y entonces entra en juego la fuerza de voluntad, el firme convencimiento de que es necesario, a pesar de todo, que yo siga adelante devanándome los sesos, buscando algo de que hacer un tema. Bueno, para ser sincero, eso no va conmigo. Por esto no he actualizado este blog desde octubre del año pasado.

Pero, como se dice, sigo la corriente y hago como mis amigos blogueros. Espero que su influencia me lleve a actualizar más a menudo.

Sin más preámbulos (ya lo he alargado demasiado, creo), ahí va mi segundo relato "publicado":

* * * * *

La nada que acecha tras la esquina

Para Arturo fue hablar con Mina y caer rendido a sus pies. No era particularmente hermosa, aunque nadie diría que fuese fea. Tampoco era particularmente sensual, aunque tenía su punto. No fue amor a primera vista, pues Arturo la veía desde hacía tiempo en los pasillos de la redacción. De hecho, llegó al periódico al mismo tiempo que Arturo, pero por algún azar del destino, nunca habían cruzado más que los buenos días. Sin embargo, quiso el mismo destino que un día se encontrasen en un pueblo con mar de la Provenza, ambos veraneando en el pueblo de sus abuelos (maternos en el caso de Arturo, paternos en el caso de Mina). Sorprendidos, comenzaron con los habituales "¿y qué te trae por aquí?", con los intercambios de anécdotas y recuerdos típicos de quienes han compartido, aun sin saberlo, parte de su pasado.

Desde aquella semana sobre la vasta llanura de aguamarina y diamante del Mediterráneo, a Arturo le invadía un deseo secreto de ver a Mina (Guillermina, en realidad, pero ella odiaba este nombre y, en cambio, le encantaba su diminutivo) por la más tonta de las razones. Al poco, todos en la redacción se habían enterado de aquello. Todos excepto, claro, los dos implicados, y la relación entre ambos siguió estrechándose, compartiendo cafés y comidas de tupperware y bufet libre mientras se contaban detalles irrelevantes de la vida de ambos. Eran raros los momentos en que ella dejaba entrar a Arturo en sus intimidades (su complicada relación con un padre sobreprotector, amigos que quedaron atrás, ex-novios, anhelos compartidos con muy pocos y un no muy largo etcétera), y él atesoraba esos momentos con mucho cuidado. La gente suele gustar de hablar de uno mismo, pero con Mina, Arturo era todo oídos -aunque, a medida que se conocían mejor, él se permitía algún momento de egocentrismo de vez en cuando.

Un día, cuando no hacía más de dos meses que había conocido de nuevo a Mina, llegó a su casa después de comer con ella y se sentó en el sillón a ver la película de las tardes de Telecinco o algún otro canal semejante, que es como mataba el tiempo de ocio, mientras el resto del cuerpo estaba ocupado digiriendo la chuleta de cerdo o los pimientos al ajillo. Pero nada de lo que daban en la televisión le interesaba. Encendió el ordenador y buscó algún entretenimiento online, pero no halló sosiego en YouTube, ni explorando las novedades de su página de facebook, ni en los juegos que últimamente le robaban horas como ladrones de guante blanco.

Asaltado por una extraña sensación de angustia, intentó escribir algo, seguir con alguna idea la modesta novela que estaba elaborando, pero fue inútil. No encontraba palabras, no hallaba concentración. Se levantó y recorrió el pequeño piso de protección oficial, buscando algo con lo que entretenerse en sus horas de ocio, pero halló bien poco que hacer, a excepción de devorar las magdalenas de su despensa. Como no sabía qué hacer, decidió concentrarse en su trabajo.

Unas horas después había concluido el trabajo que pensaba hacer mañana, había redactado un par de artículos para el apartado de nacionales y una breve reseña sobre una exposición del Greco. Pero seguía pareciéndole que algo no iba del todo bien, y volvió la impresión de estar perdiendo el tiempo. Se echó entonces en la cama y se sorprendió al recordar que no era ésta la primera vez en que le sucedía algo parecido. Hacía unas semanas que iba teniendo aquella sensación de modo intermitente, sólo que nunca de una forma tan palpable.

Fue aquel día en el que Arturo se percató de que estaba enamorado. No fue fácil, pues como otras emociones, el amor entra en nuestra mente por la puerta de atrás, sigilosamente, y cuando nos enteramos ya es tarde. Darse cuenta de que el rostro de Mina le venía a la cabeza con frecuencia, y que fantaseaba con ella con frecuencia, le dio las pistas definitivas. Le invadió una hostilidad no pretendida hacia el resto de sus compañeros de trabajo, y sus intentos de compartir la mayor parte de tiempo posible con Mina crecieron. Ella parecía responder a sus intentos. Arturo seguía con aquella angustia en lo más hondo del pecho cuando no estaba con ella, pero quedaba más a menudo con sus amigos, visitaba más museos. Descubrió que, aunque muchos días salía de la redacción deseando llegar a casa, una vez allí sólo quería volver a la redacción y ver a Mina una vez más.

Un día, tomando el café de las diez, Mina le pidió a Arturo si la podría acompañar a buscar su coche, que aquel mismo día salía del taller de reparaciones debido a una avería del carburador, y luego podrían irse a una exposición que cerraba dentro de poco. Arturo aceptó encantado, y se encontró pasando el día con Mina, disfrutando de conversaciones distendidas, bromas y risas. Él le propuso, considerando la hora que era, que fuesen a comer a un restaurante japonés que conocía y que estaba bien de precio. Mina aceptó sin parecer contrariada por el ofrecimiento, y la noche terminó con la clásica escena del chico ante la puerta del piso de la chica, ambos esperando por una señal que les diese plena confianza en las intenciones del otro. Mina soltó un "¿quieres pasar?" pretendidamente inocente; "claro", respondió Arturo.

Aquella noche fue la culminación del sueño que había ocupado la mente de Arturo los últimos tres meses. Culminación en todos los sentidos, pues habiendo hecho el amor, enrollados en las sábanas, dándose caricias el uno al otro, Mina dijo que había disfrutado mucho, pero que lo considerase como un rollo de una noche, y le habló de su temor moderado al compromiso, de su necesidad de "espacio vital", y de otras cosas a las que Arturo se limitó a asentir sin escuchar. Tras la euforia y la felicidad, a Arturo la techumbre se le cayó encima, y lo sintió casi físicamente. Intentando ocultar la cara de bobalicón que se le había quedado, bromeó un poco, y ocultó a Mina que realmente creía que podría haber empezado una relación seria con ella, mientras ponía su frustración y su pesar tras las cortinas de las bromas y los chistes simplones.

El día siguiente, trató a Mina con más frialdad de la habitual, aunque siguieron siendo buenos amigos. Ya no la buscaba por los pasillos, pero seguía ocupando sus pensamientos. Aun así, Arturo fue olvidando aquel enamoramiento, riéndose de ello cada vez que lo recordaba, viéndose a sí mismo como a un adolescente sin pelos en la barba. "El amor nos vuelve bobos, pero nos hace sentirnos vivos", se decía a sí mismo.

Pero la angustia volvió. Ya no era Mina, ya no era la falta de amor correspondido. Era algo más, un verdadero horror vacui que le arruinaba el ocio. Como antes, perdía las ganas de hacer lo que había hecho siempre, de seguir con sus costumbres diarias forjadas a lo largo de años de rutina, primero de estudios en la Facultad, luego en el trabajo. Aprendió a resolver estos momentos yéndose a pasear al parque, a recorrer zonas de la ciudad que no conocía, tomando clases de guitarra, pero eso sólo los aplazaba, los maquillaba.

Pasaron unos meses, y aunque la vida de Arturo parecía haber vuelto a los parámetros anteriores a su enamoramiento, seguía con el vacío interior. A trompicones, tras largas reflexiones y autoanálisis psicológicos de aficionado, fue percatándose de que, en definitiva, su vida no lo llenaba. Vivía en una prisión, una jaula etérea que él mismo había construido desde dentro, y de la que guardaba la llave pero que temía abrir, quién sabía si podría volver a entrar, volver a la estabilidad de la jaula una vez en las corrientes del rápido. Se vio necesitado de romper la jaula, de salir y de sentirse útil, no ya para los demás, sino para sí mismo. Quería sentirse lleno, sentirse vivo.

Vivir, esa era la cuestión, la gran incógnita. Arturo reunió valor y voluntad y renunció a la mayor parte de las cosas que había estado haciendo hasta entonces. Dejó de pasarse las tardes en el sofá viendo la tele, vendió los juegos de ordenador en una tienda de segunda mano y anunció en su antigua facultad que tenía una habitación disponible en el piso para compartir los gastos de la convivencia. Con esmero, intentó evitar volver por el camino del conformismo y la autocomplacencia, y escapó de la nada que le esperaba a la vuelta de la esquina, que vivía dentro de la tele, del ocio inmediato que proporcionaba la sociedad del consumo. El vacío fue desapareciendo, como si fuese una enfermedad de la mente o del alma. De pronto, su piso ya no le pareció una jaula. Paseó más, pasó más tiempo mirando las nubes y las estrellas.

Un día, caminando por una ancha avenida, mientras el sol acariciaba con sus últimos rayos los rascacielos de la ciudad financiera, Arturo pensó que quizá estaba viviendo en un sueño, que quizá estaba siendo inmaduro. Pero miró el atardecer y se dijo: "¿y a quién le importa?"; y siguió su camino. El sol se ponía, la gente pasaba, la ciudad vibraba, pero Arturo se sentía bien por primera vez en mucho tiempo.

3 comentarios:

Lebowski dijo...

Ostres, quin text més genial :) si el fessis en poesia, et podrien anomenar el nou Bécquer del segle XXI! un relat romàntic i pessimista, molt pessimista.

A vegades el pessimisme s'ha de deixar enrera i jugar a creuar la fina vara que separa la solitud del col·lectiu!

Alex [Solharis] dijo...

Antes que nada, me alegro de que te hayas decidido a continuar con el blog.
Me gustó el relato y no sólo porque comparta mucho con el protagonista. Los pequeños detalles costumbristas son importantes en estas historias para hacerlas más cercanas. El amor no llena realmente las expectativas que hacemos con tanta facilidad. Me he acordado de cierto relato "romántico" de mi blog pero confieso que aquel tenía un punto cruel y amargado.
Por cierto, a ver si te animas a escribir para OZ.

Andronicus dijo...

Y yo me alegro de que te pasaras por aquí. Buscaré el relato que dices, me ha picado la curiosidad. Y respecto a lo de OZ... ya veremos. Allí hay gente de talla muy alta, me da cierta vergüenza medirme con gente como Akhul.

Nos leemos, pues. Salud y suerte!