sábado, 5 de diciembre de 2009

El último poema


Dicen que el samurái quedó preso en el remordimiento cuando su señor fue asesinado. Al parecer, iban el señor y sus guerreros hacia un bosquecillo de caza cercano, cuando les atacaron los sicarios de un clan rival. El señor murió alcanzado por una flecha y sus soldados no pudieron defenderle. Los sicarios desaparecieron como la niebla cuando sale el sol.

Llevaron el cuerpo de su difunto señor de vuelta al castillo, y una vez allí, les cayó encima todo el peso del deshonor. El deber incumplido les hacía indignos del seguir el camino del guerrero. Les habían educado así. No cabía la deshonra en la vida de un samurái.

Así pues, cuentan que se reunieron todos, con sus allegados respectivos, para realizar el noble acto del seppuku, el suicidio ritual que limpiaría toda mácula en sus corazones. Uno a uno, se hundieron la hoja en el vientre, mientras el allegado les cortaba la cabeza para ahorrarles un dolor innecesario.

Nuestro samurái, sin embargo, quiso dejar constancia de su vida y sus sentimientos en un poema. Las letras siempre habían sido sencillas para él, y disfrutaba leyendo poesía tanto como creándola. Por esto, con el papel delante, comenzó a escribir la crónica de su alma.

Tardó semanas en concluir el poema, el más largo que había compuesto, según dicen. Pero no quedó contento. Los criados lo vieron arrojar el legajo al fuego y quedarse mirando cómo se consumían sus palabras. Pero no se dio por vencido, sino que volvió a enfrentarse al papel desnudo para plasmar sus desvelos. Esta vez, quiso dejar a un lado las trivialidades y los lirismos, y concentrarse en la esencia. Parece que tardó dos semanas en completar este poema.

De nuevo, quedó insatisfecho con su composición. Cuentan que la encontró demasiado recargada. Cuando mi madre, que sirvió en el castillo, le preguntó por qué quemaba sus poemas sin dejar que los leyera nadie, él respondió que todo lo que valía la pena de la vida podía contarse en los tres versos de un haiku, que la sencillez era el único destino de todo, y por eso su poema no podía ser más complejo ni más largo que eso. Con este ánimo se sentó ante una mesa, en el jardín, y allí se quedó, mirando el papel, sin escribir nada.

Allí estaba la última vez que fui al castillo, hace muchos años. Lo encontré bajo la sombra de los cerezos desnudos, ante su mesa, donde había una lámina de papel en blanco. Yo era joven, y me habían hablado del samurái y de su poema. Era como un cuento para nosotros. Me acerqué a él y le pregunté por qué no escribía lo que pensaba, sin más.

- Hay tanto que contar, pero todo es tan trivial, que tengo que distinguir la esencia. Y la esencia es tan perfecta -respondió-, que no sé ni con qué carácter empezar. Son mis últimas palabras, hija. No querrás que describa la vida en términos imperfectos...

Dicen que sigue allí, encorbado sobre la misma hoja de papel en blanco, con sus armas oxidadas por el desuso y la intemperie, aún sin saber cómo empezar su último poema.

2 comentarios:

Xuan dijo...

Un relato muy simpático. Me interesan muchos los samurais.

Alex [Solharis] dijo...

Es el primer relato tuyo que he leído con el Papyre y realmente es más agradable que leer en pantalla.
Pero creo que eso no tiene que ver con que puedo decirte que es lo mejor que te he leído. Es muy propio de los orientales el querer decir mucho con poco pero esta vez les ha salido el tiro por la culata. Aparte del estilo, es bueno avanzar a ideas más elaboradas y menos tópicas.
Mejoras bastante rápido y eso me lleva a insistirte en que envíes algo tuyo (como este relato, por ejemplo) a OcioZero. Les insistí para que pusieran un banner donde te explica cómo hacerlo, así que ya no tienes excusa... ;)

Un abrazo.